viernes, 12 de julio de 2019

08. LLAMADA A VIAJAR. (APUNTES BIOGRÁFICOS DE ELENA G. DE WHITE). TESTIMONIO PARA LA IGLESIA. TOMO 1.


Relaté esta visión a los creyentes de Pórtland, quienes manifestaron completa confianza de que procedía de Dios. El Espíritu de Dios acompañó el testimonio, y la solemnidad de la eternidad reposó sobre nosotros. Se apoderó de mí un temor reverente indecible al ver que yo, tan joven y débil, fuera elegida como instrumento mediante el cual Dios impartiría luz a su pueblo. Mientras me encontraba bajo el poder del Señor me sentía llena de gozo, y me parecía estar rodeada por santos ángeles en las gloriosas cortes celestiales, donde todo es paz y gozo. Fue un cambio triste y amargo despertar a las realidades de la vida mortal. 

En una segunda visión, que pronto siguió a la primera, se me mostraron las pruebas por las que debía pasar, y se me dijo que era mi deber ir a referir a otros lo que Dios me había revelado. Se me mostró que mis labores despertarían gran oposición, y que el corazón se me llenaría de angustia, pero que la gracia de Dios sería suficiente para sostenerme. El contenido de esta visión me perturbó en gran medida, porque señalaba como mi deber ir hacia el pueblo a presentarle la verdad. 

Tenía una salud tan mala que sufría constantemente de dolores en el cuerpo, y según todas las apariencias, viviría sólo por un corto tiempo. Tenía solamente 17 años de edad, era de baja estatura y débil, no estaba acostumbrada al trato social, y era naturalmente tan tímida y retraída que me resultaba penoso encontrarme con gente desconocida. Oré fervorosamente durante varios días y hasta tarde en la noche para que se quitara de mí esa obligación y fuera dada a otra persona más capaz de soportarla. 

Pero la luz del deber no cambió, y las palabras del ángel resonaban continuamente en mis oídos: “Da a conocer a otros lo que te he revelado”. No podía reconciliarme con la idea de ir hacia la gente, y temía hacer frente a sus burlas y oposición. Tenía poca confianza en mí misma. Hasta entonces cuando el Espíritu de Dios me había urgido a cumplir mi deber, me había elevado por encima de mí misma, olvidando todo temor y timidez, y alentada por el pensamiento del amor de Jesús y de la obra admirable que había efectuado por mí. La seguridad constante de que estaba cumpliendo mi deber y obedeciendo la voluntad del (65) Señor me daba una confianza que me sorprendía. En tales ocasiones me sentía dispuesta a hacer o sufrir cualquier cosa a fin de ayudar a otros a recibir la luz y la paz de Jesús. 

Pero me parecía imposible llevar a cabo esta obra que se me había presentado; intentar hacerlo me parecía correr a un fracaso seguro. Las pruebas relacionadas con ellas me parecían más de lo que yo podía soportar. ¿Cómo podría yo, una niña, ir de lugar en lugar para desplegar ante la gente las santas verdades de Dios? 
Ese pensamiento me llenaba de temor. Mi hermano Roberto, que tenía sólo pocos años más que yo, no me podía acompañar, porque tenía mala salud y era aún más tímido que yo; no había nada que me hubiera podido inducir a dar ese paso. Mi padre debía trabajar para sostener a su familia, por lo que no podía abandonar su negocio; pero él me aseguró que si Dios me había llamado a trabajar en otros lugares, no dejaría de abrir el camino que yo debía recorrer. Pero esas palabras de ánimo llevaron poco alivio a mi corazón desvalido. El camino que debía recorrer me parecía lleno de dificultades que yo sería incapaz de vencer. 

Anhelaba la muerte como liberación de las responsabilidades que se acumulaban sobre mí. Finalmente me abandonó la dulce paz de la que había disfrutado durante tanto tiempo y me vi nuevamente asaltada por la desesperación. Mis oraciones parecían no producir resultado alguno y desapareció mi fe. Las palabras de consuelo, reproche o ánimo me sonaban indiferentes, porque me parecía que nadie podía comprenderme fuera de Dios, y él me había abandonado. El grupo de creyentes de Pórtland ignoraba las preocupaciones que me afligían y que me habían puesto en ese estado de desvanecimiento; pe¬ro sabían que yo había entrado en un estado de depresión por alguna razón, y pensaban que eso era un pecado de mi parte, considerando la forma misericordiosa en que Dios se había manifestado a mí. 

Temía que Dios me hubiera privado para siempre de su favor. Al pensar en la luz que anteriormente había bendecido mi alma, me pareció doblemente preciosa en contraste con las tinieblas que ahora me rodeaban. En la casa de mi padre se llevaban a cabo reuniones, pero yo no asistí a ellas durante un tiempo, debido a la congoja que me había sobrecogido. La carga que sobrellevaba se hizo más pesada hasta que mi agonía de espíritu parecía más de lo que podía soportar.(66) 

Finalmente me indujeron a asistir a una de las reuniones en mi propio hogar. La iglesia presentó mi caso como un tema especial de oración. Papá Pearson, quien en mi experiencia anterior se había opuesto a las manifestaciones del poder de Dios sobre mí, ahora oraba fervientemente por mí, y me aconsejaba a someter mi voluntad a la voluntad del Señor. Como un padre tierno procuró animarme y consolarme, rogándome que creyera que no había sido abandonada por el Amigo de los pecadores. 

Me sentía demasiado débil y desalentada para llevar a cabo algún esfuerzo especial por mí misma, pero en mi corazón me había unido a las peticiones de mis amigos. Ahora me importaba poco la oposición del mundo y me sentí dispuesta a llevar a cabo cualquier sacrificio si solamente Dios me restablecía su favor. Mientras se oraba por mí, las tinieblas se apartaron de mí repentinamente me invadió la luz. Me abandonaron mis fuerzas. Me parecía estar en presencia de los ángeles. Uno de esos seres santos nuevamente repitió las palabras: “Da a conocer a otros lo que te he revelado”. 
Un gran temor que me oprimía era que si obedecía el llamamiento al deber, y si declaraba que yo era una favorecida del Altísimo con visiones y revelaciones para la gente, podía ceder a la exaltación pecaminosa y elevarme por encima de la posición que se me había llamado a ocupar, con lo que acarrearía el desagrado de Dios y perdería mi propia alma. Tenía ante mí varios casos como el que he descrito aquí y mi corazón desfallecía ante la prueba que me esperaba. 

Ahora suplicaba que si debía ir y relatar lo que el Señor me había mostrado, que fuera preservada de la tendencia a exaltarme indebidamente. El ángel dijo: “Tus oraciones han sido escuchadas y serán contestadas. Si te amenaza ese mal que tanto temes, la mano de Dios se extenderá para salvarte; mediante la aflicción él te atraerá hacia sí mismo y preservará tu humildad. Da fielmente el mensaje. Permanece firme hasta el fin y comerás el fruto del árbol de la vida y beberás del agua de la vida”. 
Después de recuperar la conciencia de las cosas terrenas, me entregué al Señor, lista para cumplir sus órdenes, cualesquiera que éstas fueran. Providencialmente se presentó la oportunidad de ir con mi cuñado y mis hermanos a un pueblo denominado Polonia, a 45 Kilómetros de mi hogar. Allí tuve ocasión de presentar mi testimonio. 

Había tenido la garganta y los pulmones tan enfermos durante tres meses, que apenas podía hablar con voz baja y ronca. En esa (67) ocasión me puse de pie durante la reunión y comencé a hablar en un susurro. Continué en esa forma durante cinco minutos, después de lo cual el dolor y la obstrucción des¬aparecieron de mi garganta y mis pulmones, mi voz se tornó clara y fuerte y hablé con perfecta facilidad y libertad durante casi dos horas. 

Cuando concluí mi mensaje, perdí mi voz hasta cuando nuevamente me puse en pie delante de la congregación y se llevó a cabo la misma restauración singular. Sentí la seguridad constante de que estaba haciendo la voluntad de Dios y mis esfuerzos produjeron resultados notables. 
Se presentó la oportunidad providencial de viajar al sector este del Estado de Maine. El Hno. William Jordan iba en viaje de negocios a Orrington, acompañado por su hermana, y me invitaron a ir con ellos. Como había prometido al Señor ir por el camino que él me señalara, no me atreví a negarme. En Orrington conocí al pastor Jaime White. Conocía a mis amigos y él mismo se encontraba dedicado a trabajar en la obra de salvación. 

El Espíritu de Dios acompañó el mensaje que presenté; los corazones se regocijaron en la verdad y los desanimados se alegraron y se sintieron animados a renovar su fe. En la localidad de Garland se reunió una numerosa multitud procedente de diferentes sectores para escuchar el mensaje. Pero me encontraba sumamente preocupada porque había recibido una carta de mi madre en la que me rogaba que regresara al hogar, pues circulaban falsos informes respecto a mí. Este fue un golpe inesperado. Mi nombre había estado siempre libre de la sombra del reproche y mi reputación era algo que yo apreciaba mucho. También me sentí afligida porque mi madre tenía que sufrir por mí; amaba mucho a sus hijos y era muy sensible cuando se trataba de ellos. Si hubiera tenido la oportunidad habría regresado inmediatamente a casa, pero eso resultaba imposible. 

Mi aflicción era tan grande que me sentí demasiado deprimida para hablar esa noche. Mis amigos me instaron a que confiara en el Señor y finalmente los hermanos se reunieron a orar por mí. Pronto la bendición del Señor descansó sobre mí y di mi testimonio esa noche con gran libertad. Parecía que un ángel se encontraba a mi lado para fortalecerme. 

En esa casa se escucharon exclamaciones de gloria y victoria y la presencia de Jesús se sintió entre nosotros. 
En mis trabajos se me llamó a oponerme contra las acciones de algunas personas que en su fanatismo estaban acarreando oprobio sobre la causa de Dios. Esos fanáticos pensaban que la religión consistía (68) en grandes manifestaciones de agitación y ruido. Hablaban en una forma que irritaba a los incrédulos y los hacía odiarlos a ellos y las doctrinas que enseñaban; y ellos, debido a eso, se regocijaban porque sufrían persecución. 

Los incrédulos no lograban ver coherencia en su conducta. Como resultado de esto, en algunos lugares la gente impidió a los hermanos que se reunieran para tener sus cultos. Los inocentes sufrieron con los culpables. 

Yo me sentía muy afligida la mayor parte del tiempo. Parecía una crueldad que la causa de Cristo sufriera perjuicio debido al comportamiento de esos hombres poco juiciosos. No sólo estaban arruinando sus propias almas, sino también estaban colocando sobre la causa en estigma que no sería fácil quitar. Y Satanás se complacía con eso. Le convenía mucho que la verdad fuera manejada por hombres no santificados, y que se mezclara con el error para que todo fuera arrastrado por el polvo. Contemplaba con aire de triunfo el estado de confusión y la dispersión de los hijos de Dios. 

Una de esas personas fanáticas trabajó con cierta medida de éxito para indisponer contra mí a mis amigos y aun a mis familiares. Debido a que yo había relatado fielmente lo que se me había mostrado con respeto a su comportamiento no cristiano, él hizo circular falsedades para destruir mi influencia y justificarse a sí mismo. Mi suerte era muy dura. El desánimo me asaltaba intensamente, y la condición del pueblo de Dios me llenaba tanto de angustia que durante dos semanas me sentí postrada y enferma.

 Mis amigos pensaban que no podría vivir, pero los hermanos que simpatizaban conmigo en esa aflicción se reunieron para orar en mi favor. Pronto comprendí que se ofrecían oraciones fervorosas y eficaces por mi restablecimiento. La oración prevaleció. El poder del enemigo fue quebrantado y yo fui libertada. Inmediatamente se me dio una visión. En ella vi que si sentía que influencias humanas afectaban mi testimonio, no importaba dónde ocurriera eso, lo único que tenía que hacer era clamar a Dios, porque él enviaría un ángel en mi rescate. Ya tenía un ángel guardián que me asistía continuamente, pero cuando fuera necesario, el Señor enviaría a otro para que me elevara por encima del poder de toda influencia terrena. 1TI EGW

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