Recibí mi primera visión no mucho tiempo después de haber transcurrido el chasco de 1844. Visitaba a una apreciada hermana en Cristo con quien teníamos gran amistad. En esa ocasión, cinco de nosotras, todas mujeres, estábamos arrodilladas en el altar de la familia. Mientras orábamos, sentí el poder de Dios sobre mí como nunca antes lo había sentido. Me parecía estar rodeada de luz, mientras me elevaba cada vez a mayor distancia de la tierra.
Me volví para mirar al pueblo adventista en el mundo, pero no pude encontrarlo, y en eso una voz me dijo: “Mira otra vez, y mira un poco más arriba”. Levanté la vista y vi un sendero recto y estrecho que corría muy por encima del mundo.
El pueblo adventista viajaba por él hacia la ciudad. Detrás de él, al comienzo del sendero, había una luz brillante que un ángel identificó como el clamor de medianoche. La luz brillaba en todo el sendero para que los pies de los caminantes no tropezaran. Jesús mismo conducía a su pueblo y éste estaba a salvo mientras mantenía sus ojos fijos en él. Pero pronto muchos se cansaron, porque consideraban que la ciudad estaba demasiado lejos y esperaban haber llegado ya. Jesús los animaba levantando su glorioso brazo derecho, del que procedía una luz que se extendía hacia el grupo adventista y ellos exclamaban: “¡Aleluya!”
Otros temerariamente negaban la luz que había detrás de ellos y decían que no era Dios el que los había guiado hasta entonces. En esos casos la luz que había detrás de ellos se apagaba y dejaba sus pies en completas tinieblas, por lo que éstos tropezaban y perdían de vista el sendero y a Jesús, y caían en las tinieblas del mundo malvado que yacía por debajo.
Pronto escuchamos la voz de Dios que sonaba como muchas aguas, y que nos daba el día y la hora de la venida de Jesús. Los santos vivos, 144.000, conocieron y comprendieron la voz, mientras que los malvados pensaron que se trataba de un trueno y un terremoto. Cuando Dios pronunció la fecha, derramó sobre nosotros el Espíritu Santo y nuestros rostros comenzaron a brillar con la gloria de Dios, tal como ocurrió con el rostro de moisés cuando descendió del monte Sinaí.
Los 144.000 estaban todos sellados y perfectamente unidos. Sobre sus frentes aparecían las palabras: Dios, nueva Jerusalén y una gloriosa estrella con el nuevo nombre de Jesús. Los malvados(62) se enfurecieron al contemplar esta gozosa y santa condición y se aproximaron con violencia para apoderarse de nosotros y arrojarnos en la prisión; pero nosotros extendíamos la mano en el nombre del Señor y ellos caían postrados en tierra. En ese momento la sinagoga de Satanás supo que Dios nos amaba a quienes podíamos lavarnos los pies unos a otros y saludar a los hermanos con ósculo sagrado; y adoraron a Dios a nuestros pies.
Pronto nuestra vista fue atraída hacia el oriente, donde había aparecido una pequeña nube negra, de la mitad del tamaño de la mano de un hombre, la que todos sabíamos era la señal del Hijo del hombre. Contemplamos la nube en solemne silencio mientras ésta se aproximaba y se tornaba de color más claro, y cada vez aparecía más gloriosa, hasta que se convirtió en una gran nube blanca. La parte inferior parecía de fuego; por encima de ella se veía un arco iris y a su alrededor había diez mil ángeles que entonaban un hermosísimo himno; y sobre la nube se encontraba sentado el Hijo del hombre. Su cabello blanco y rizado le caía sobre los hombros y en la cabeza llevaba numerosas coronas.
Sus pies tenían la apariencia de fuego; en la mano derecha sostenía una hoz aguda y en la izquierda, una trompeta de plata. Sus ojos eran como llama de fuego que escudriñaban a sus hijos.
Todos los rostros se pusieron pálidos, y los rostros de quienes Dios había rechazado se pusieron sombríos. Entonces todos exclamamos: “¿Quién podrá permanecer en pie? ¿Tengo yo mi vestido inmaculado?”
Los ángeles dejaron de cantar y se produjo un momento de terrible silencio mientras Jesús hablaba: “Los que tengan manos limpias y corazones puros podrán permanecer firmes; mi gracia es suficiente para vosotros”. Después de eso nuestros rostros se iluminaron y nuestros corazones se llenaron de gozo. Los ángeles volvieron a cantar con júbilo mientras la nube se aproximaba aún más a la tierra. Luego resonó la trompeta de plata de Jesús mientras descendía en la nube rodeado de llamas de fuego.
Contempló las tumbas de los santos que dormían, y luego elevó su vista y sus manos hacia el cielo y exclamó: “¡Despertaos! ¡Despertaos, vosotros que dormís en el polvo, y levantaos!” A continuación se produjo un terrible terremoto. Las tumbas se abrieron y los muertos salieron vestidos de inmortalidad.
Los 144.000 exclamaron: “¡Aleluya!” al reconocer a sus amigos que habían sido arrancados de su lado por la muerte, y en ese mismo momento fuimos transformados y nos unimos con ellos para recibir al Señor en el aire. (63)
Entramos todos juntos en la nube y pasamos siete días subiendo hasta llegar al mar de vidrio. Jesús trajo las coronas y con su propia mano las colocó sobre nuestras cabezas. Nos entregó arpas de oro y palmas de victoria.
Los 144.000 formaron su cuadrado perfecto sobre el mar de vidrio. Las coronas de algunos eran muy brillantes, en cambio las de otros no lo eran tanto. Algunas coronas parecían cuajadas de estrellas mientras que otras tenían solamente pocas. Pero estaban perfectamente satisfechos con sus coronas. Y todos estaban vestidos con un glorioso manto blanco que les caía desde los hombros hasta los pies.
Los ángeles nos rodeaban mientras marchábamos por el mar de vidrio hacia las puertas de la gran ciudad. Jesús levantó su poderoso y glorioso brazo e hizo girar la puerta de perla sobre sus brillantes goznes, mientras nos decía: “Habéis lavado vuestros vestidos en mi sangre y habéis permanecido firmes por mi verdad, entrad”. Todos entramos y tuvimos la sensación de que teníamos perfecto derecho de encontrarnos allí.
Dentro de la ciudad vimos el árbol de la vida y el trono de Dios. Del trono salía un río de aguas puras, y a cada lado del río se encontraba el árbol de la vida. A un lado se encontraba un tronco de un árbol y al otro lado del río había otro tronco, y ambos eran de oro puro transparente.
Al comienzo pensé que veía dos árboles; pero al mirar nuevamente vi que el follaje de éstos se unía para formar un solo árbol. De modo que el árbol de la vida se encontraba a ambos lados del río de la vida. Sus ramas descendían hasta el lugar donde nos encontrábamos y estaban llenas de un fruto admirable que tenía la apariencia de oro mezclado con plata.
Nos pusimos debajo del árbol y nos sentamos a contemplar la gloria de aquel lugar. De pronto se aproximaron a nosotros los hermanos Fitch y Stockman, quienes habían predicado el Evangelio del reino y a quienes Dios había hecho descender a la tumba para salvarlos; nos preguntaron lo que había sucedido mientras ellos dormían en el sepulcro. Procuramos recordar nuestras grandes pruebas, pero nos parecían tan pequeñas comparadas con el más excelente y eterno peso de gloria que ahora nos rodeaba, que nos fue imposible hablar de esos acontecimientos, y sólo nos limitamos a exclamar. “¡Aleluya! El precio que hemos pagado por el cielo ha sido escaso”, y tocamos nuestras arpas de oro e hicimos resonar las bóvedas celestes. 1TI EGW
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