Durante seis meses ni una sola nube se interpuso entre mí y mi Salvador. Cuando quiera que se presentaba la oportunidad daba mi testimonio y me sentía muy bendecida. A veces el Espíritu de Dios reposaba sobre mí con tanto poder que me abandonaban mis fuerzas. Esto no era bien recibido por algunas personas que habían salido de las iglesias establecidas, quienes hacían observaciones que me afligían considerablemente. Muchos no podían creer que una persona pudiera recibir el Espíritu Santo con tanta intensidad que llegara a perder sus fuerzas. Mi posición era sumamente aflictiva.(48) Comencé a razonar que tal vez tenía alguna justificación para no dar testimonio en las reuniones, y en esa forma evitar recargar mis sentimientos cuando había tanta oposición en los corazones de algunos que eran mayores que yo y tenían más experiencia.
Adopté durante un tiempo este plan de guardar silencio, tratando de convencerme de que el hecho de no dar mi testimonio no me impediría vivir fielmente mi religión. A menudo experimenté una convicción definida de que era mi deber hablar en las reuniones, pero me abstuve de hacerlo, debido a lo cual sentí que había afligido al Espíritu de Dios. Hasta me mantuve alejada de las reuniones en algunas ocasiones cuando asistirían personas a quienes mi testimonio molestaba. No quería ofender a mis hermanos, lo cual permitió que el temor a los seres humanos bloqueara esa comunión ininterrumpida que había tenido con Dios y que había sido de tanta bendición para mí durante muchos meses.
Habíamos establecido reuniones de oración en diferentes lugares de la ciudad para acomodar a todos los que deseaban asistir.
Asistió a una de esas reuniones la familia que me había presentado la oposición más enconada. En esa ocasión, mientras la congregación se encontraba orando, el Espíritu del Señor descendió sobre la reunión, y uno de los miembros de esa familia cayó postrado como si hubiera muerto. Sus llorosos familiares lo rodearon, comenzaron a frotarle las manos y aplicarle medicamentos restaurativos. Finalmente recuperó fuerzas suficientes para alabar a Dios, y acalló los temores de sus familiares con fuertes exclamaciones de triunfo motivadas por las evidencias de que había recibido el poder del Señor sobre él. Ese joven fue incapaz de regresar a su hogar esa noche.
La familia consideró esto como una manifestación del Espíritu de Dios, pero no los convenció de que fuera el mismo poder divino que en algunas ocasiones había descendido sobre mí privándome de mi fuerza natural e inundando mi alma con la paz y el amor de Jesús. Dijeron espontáneamente que no era posible dudar de mi sinceridad y de mi perfecta honradez, pero afirmaron que yo me encontraba engañada por mí misma al considerar que eso era el poder del Señor, cuando era únicamente el resultado de mis propios sentimientos agitados.
Sentí mucha incertidumbre debido a esta oposición, y al aproximarse la fecha de nuestra reunión regular, llegué a dudar de la conveniencia de asistir. Durante algunos días sentí gran aflicción a causa
(49) de los sentimientos que se habían manifestado hacía mí. Finalmente decidí quedarme en casa para escapar de la crítica de mis hermanos.
En mis afligidas oraciones repetía una vez y otra estas palabras: “Señor, ¿Qué quieres que haga?” La respuesta que recibía mi corazón me llevaba a confiar en mi Padre celestial y a esperar pacientemente conocer su voluntad. Me entregué al Señor con la simple confianza de una niña, recordando que había prometido que los que le siguen no andarán en tinieblas.
Un sentido del deber me impulsó a asistir a la reunión, y fui con la plena seguridad de que todo saldría bien. Mientras nos encontrábamos postrados ante el Señor oré con fervor y fui recompensada con la paz que únicamente Cristo puede dar. Me regocijé en el amor del Salvador y mis fuerzas físicas me abandonaron. Únicamente pude decir con fe infantil: “El cielo es mi hogar y Cristo es mi Redentor”.
Un miembro de la familia mencionada anteriormente, que se oponía a las manifestaciones del poder de Dios que yo experimentaba, dijo en esta ocasión que me encontraba en un estado de agitación que yo tenía el deber de resistir, pero que en lugar de hacerlo, él creía que yo hacía un esfuerzo por fomentarlo como señal del favor de Dios. Sus dudas y su oposición no me afectaron esta vez, porque me sentía aislada con el Señor y elevada por encima de toda influencia exterior; pero no bien esta persona había dejado de hablar, un hombre de gran fortaleza física que era un cristiano dedicado y humilde, cayó postrado por el poder de Dios ante sus propios ojos, y el aposento quedó lleno con el poder del Espíritu Santo.
Al recobrarme, me sentí feliz de dar mi testimonio a favor de Jesús y hablar del amor manifestado por mí.
Confesé mi falta de fe en las promesas de Dios y el error en que había incurrido al estorbar las insinuaciones del Espíritu Santo por temor a los hombres, y reconocí que, a pesar de mi desconfianza, él había derramado sobre mí una evidencia de su amor y gracia sustentadora que yo no había buscado. El hermano que me había presentado tanta oposición, finalmente se levantó de su postramiento y con lágrimas confesó que había estado completamente equivocado en su manera de pensar acerca de las manifestaciones que yo experimentaba. Me pidió perdón con toda humildad, y finalmente dijo: “Hermana Elena, en adelante no volveré a poner siquiera una paja en su camino. Dios me(50) ha mostrado la frialdad y obstinación de mi corazón, que él ha quebrantado mediante la evidencia de su poder.
He estado sumamente equivocado”.
Luego, volviéndose a la congregación, declaró: “Al ver tan feliz a la Hna. Elena, pensaba por qué yo no podía experimentar la misma felicidad. ¿Por qué el Hermano R no recibe la misma evidencia? Porque yo estaba convencido de que él era un cristiano devoto, y sin embargo ese poder no había descendido sobre él. Elevé una oración silenciosa pidiendo que si ésta era la santa influencia de Dios, el hermano R pudiera experimentarla esta noche.
“Apenas había expresado mi deseo cuando el hermano R cayó postrado por el poder de Dios, exclamando: ´¡Dejemos que Dios obre! He llegado a la convicción de que he estado luchando contra el Espíritu Santo, pero no seguiré afligiéndolo con mi porfiada incredulidad. ¡Bienvenida, luz! ¡Bienvenido, Jesús! He estado descarriado y endurecido, sintiéndome ofendido cuando alguien alababa a Dios y manifestaba plenitud de gozo en su amor; pero ahora han cambiado mis sentimientos y ha terminado mi oposición, porque Jesús ha abierto mis ojos y yo mismo podría lanzar exclamaciones de alabanza. He dicho cosas desagradables e hirientes de la Hna. Elena, de las que ahora me arrepiento, y oro porque ella me perdone y también todos los presentes”.
A continuación el hermano R dio su testimonio. Tenía el rostro iluminado por la luz celestial y alababa a Dios por las cosas admirables que había llevado a cabo esa noche. Declaró: “Este lugar es muy solemne debido a la presencia del altísimo. Hna. Elena, en el futuro usted tendrá nuestra ayuda y nuestra reconfortante simpatía en lugar de la cruel oposición que se le ha demostrado. Hemos estado ciegos a las manifestaciones del Espíritu Santo de Dios”.
“Con esto, todos los opositores pudieron ver que estaban equivocados y confesaron que las manifestaciones presenciadas en realidad procedían del Señor. Poco después de eso, en una reunión de oración, el hermano que había confesado que estaba equivocado en su oposición, experimentó el poder de Dios en grado tan intenso que su rostro brilló con luz celestial y cayó postrado sin fuerzas. Cuando recuperó las fuerzas, volvió a reconocer que había estado luchando ignorantemente contra el Espíritu del Señor al abrigar sentimientos negativos contra mí. En otra reunión de oración, otro miembro de la misma familia tuvo la misma experiencia y dio un testimonio similar.(51) Algunas semanas más tarde, mientras la numerosa familia del Hno. P se encontraba dedicada a la oración en su hogar, él Espíritu de Dios pasó por la habitación e hizo caer postrados a los peticionantes que se encontraban arrodillados. Mi padre llegó poco después a ese hogar y los encontró a todos, tanto a los padres como a los hijos, abatidos por el poder de Dios.
El frío formalista comenzó a desaparecer bajo la poderosa influencia del Altísimo. Todos los que habían manifestado oposición hacia a mí confesaron que habían afligido al Espíritu Santo con su conducta, y se unieron para simpatizar conmigo y para manifestar su amor por el Salvador. Mi corazón rebosaba de gozo porque la misericordia divina había allanado el camino que debía recorrer y había recompensado mi fe y mi confianza en forma tan abundante. Ahora reinaban la unidad y la paz entre nuestro pueblo que esperaba la venida del Señor. 1TI EGW
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