miércoles, 29 de agosto de 2018

06. ESPERANDO LA SEGUNDA VENIDA. (APUNTES BIOGRÁFICOS DE ELENA G. DE WHITE). TESTIMONIO PARA LA IGLESIA. TOMO 1.


Experimentamos solemnidad y estremecimiento al aproximarse el tiempo cuando esperábamos la venida de nuestro Salvador. Con un solemne sentido de urgencia procuramos, como pueblo, purificar nuestras vidas a fin de estar listos para encontrarnos con él a su venida. A pesar de la oposición de los pastores y las iglesias, el salón Beethoven, en la ciudad de Portland, se encontraba repleto todas las noches; especialmente los domingos se reunía una numerosa congregación. El pastor Stockman era un hombre profundamente piadoso. Aunque no disfrutaba de buena salud, cuando se presentaba ante la congregación causaba la impresión de ser elevado por encima de las debilidades físicas y su rostro se iluminaba con el convencimiento de que estaba enseñando la verdad sagrada de Dios Sus palabras estaban revestidas de un poder solemne que inducía a la gente a escudriñar su vida. En algunas ocasiones expresaba el(52) deseo ferviente de vivir hasta el momento de poder dar la bienvenida al Salvador cuando viniera en las nubes de los cielos. Mediante su trabajo el Espíritu de Dios hizo que muchos pecadores reconocieran su culpa y fueran recibidos en el grupo de los fieles de Cristo. Todavía se llevaban a cabo reuniones en hogares privados de la ciudad, con excelentes resultados. 

Los creyentes eran animados a trabajar por sus amigos y familiares, lo que multiplicaba las conversiones. Gente de toda condición social afluía a las reuniones del salón Beethoven. Ricos y pobres, cultos e ignorantes, pastores y laicos se sentían ansiosos de escuchar personalmente la doctrina de la segunda venida. Muchos acudían y al no encontrar lugar para escuchar aunque fuera de pie, se volvían frustrados. El plan de las reuniones era sencillo. Generalmente se daba un discurso corto y al punto, y luego se presentaban exhortaciones generales. La numerosa concurrencia mantenía orden y quietud perfectos. El Señor mantenía controlado el espíritu de oposición mientras sus siervos explicaban las razones de su fe. En algunos casos la persona que hablaba era débil, pero el Espíritu de Dios daba peso y poder a su verdad. Se sentía la presencia de los santos ángeles en medio de la congregación, y mucha gente se añadía diariamente al pequeño grupo de creyentes. En cierta ocasión, mientras el pastor Stockman predicaba, el pastor Brown, un ministro bautista cristiano, cuyo nombre hemos mencionado antes, se encontraba sentado en la plataforma y escuchaba con profundo interés. Estaba muy conmovido y repentinamente se puso pálido como muerto, y el pastor Stockman lo recibió en sus brazos justamente a tiempo para impedirle caer al suelo. Luego lo acostó en un sofá, donde permaneció postrado hasta que terminó el sermón. En ese momento se levantó con el rostro todavía pálido, pero iluminado por una luz procedente del sol de Justicia, y dio un testimonio muy impresionante. 

Parecía recibir de lo alto una santa unción. Generalmente hablaba con lentitud, actuaba con seriedad y no manifestaba ninguna clase de agitación. En esta ocasión sus palabras mesuradas y solemnes contenían un nuevo poder al amonestar a los pecadores y a sus hermanos pastores para que desecharan la incredulidad, el prejuicio y el frío formalismo, y que, tal como hicieron los nobles bereanos, escudriñaran los escritos sagrados, comparando un texto con otro para asegurarse de la autenticidad de esas (53) cosas. Invitó a los pastores presentes a no sentirse molestos por la forma directa y escudriñadora en la que el pastor Stokman había presentado el tema solemne que interesaba a todas las mentes. 1 Se consideraba que el año 1843, según el calendario judío, duraba del 21 de marzo de 1843 hasta el 21 de marzo de 1844. 

Los que aceptaron la doctrina de la segunda venida de Cristo esperaban que este acontecimiento se produjera en ese año. Dijo lo siguiente: “Deseamos alcanzar a la gente; deseamos que los pecadores se convenzan y se arrepientan sinceramente antes que sea demasiado tarde para ser salvos, no sea que tengan que lamentarse: ´Pasó la siega, terminó el verano, y nosotros no hemos sido salvos` (Jer. 8:20). Hay hermanos en el ministerio que dicen que nuestros dardos hacen impacto en ellos; les rogamos que se aparten de entre nosotros y el pueblo, y nos permitan alcanzar a los pecadores. Si ellos mismos se hacen un blanco de nuestros dardos, carecen de razón para quejarse de las heridas recibidas. ¡Apartaos, hermanos, y no seréis heridos!” Relató su propia experiencia con tanta sencillez y candor que muchos que habían tenido grandes prejuicios fueron conmovidos hasta las lágrimas. El Espíritu de Dios se sintió en sus palabras y se vio en su rostro. Con santa exaltación declaró valerosamente que había tomado la Palabra de Dios como una consejera, que sus dudas habían desaparecido y su fe había sido confirmada. Lleno de fervor invitó a sus hermanos ministros, a los miembros de iglesia, a los pecadores y a los infieles a examinar la Biblia por sí mismos, y los invitó a que ningún hombre los apartara del propósito de discernir claramente en qué consistía la verdad. 

 El pastor Brown no se desvinculó de la iglesia cristiana bautista en esa ocasión, ni tampoco lo hizo posteriormente, y su grupo lo consideraba con gran respeto. Cuando hubo terminado de hablar, los que deseaban las oraciones del pueblo de Dios fueron invitados a levantarse. Cientos de personas respondieron. El Espíritu Santo reposó sobre la congregación. El cielo y la tierra perecieron aproximarse. La reunión se prolongó hasta una hora tardía esa noche, y los jóvenes, los ancianos y los de edad madura sintieron el poder de Dios. Al regresar a nuestros hogares podíamos oír una voz que alababa a Dios procedente de una dirección, y, como si le respondieran, otras voces se escuchaban de otras direcciones exclamando: “¡Gloria a Dios, el Señor reina!” Los hombres llegaron a sus hogares con alabanzas en sus labios y las expresiones de alegría se prolongaron hasta bien entrada en la noche. Ninguna de las personas que asistieron a esas reuniones podrá olvidar esas escenas que revelaban el más profundo interés.(54) 

EL CHASCO
 Los que aman sinceramente a Jesús pueden apreciar los sentimientos de los que esperaban con el más intenso anhelo la venida de su Salvador. Se aproximaba el punto culminante de la espera. El momento del anhelado encuentro con él estaba próximo. Nos acercamos a esta hora con calma y solemnidad. Los verdaderos creyentes descansaban en una dulce comunión con Dios, y era una anticipación de la paz que disfrutarían en el luminoso futuro con Cristo. Ninguna de las personas que experimentó esta confiada esperanza podrá olvidar esas preciosas horas de espera. Los asuntos mundanos fueron dejados de lado en su mayor parte durante algunas semanas. Examinamos cuidadosamente cada pensamiento y emoción de nuestra intimidad, como si nos encontráramos en el lecho de muerte y a pocas horas del momento cuando cerraríamos los ojos para siempre sobre las escenas terrenales. 

Nadie confeccionó “vestidos de ascensión” como preparativo para ese gran acontecimiento; sentimos la necesidad de tener una evidencia interna de que estábamos preparados para encontrarnos con Cristo, y nuestros vestidos blancos eran la puerta del alma, el carácter limpiado de pecado mediante la sangre expiatoria de nuestro Salvador. Pero pasó el tiempo de nuestra espera. Esta fue la primera prueba seria que debieron soportar los que creían y aguardaban que Jesús vendría en las nubes de los cielos. 

Fue grande el chasco del pueblo de Dios que esperaba ese acontecimiento. Las personas que se habían burlado de nosotros sentían que habían triunfado y ganaron a los débiles y cobardes para sus filas. Algunos, que al parecer habían tenido una fe genuina, aparentemente habían estado influidos solamente por el temor, y con el paso del tiempo habían recuperado su valor y se habían unido atrevidamente con los burladores declarando que nunca habían sido engañados a creer en realidad en la doctrina de Miller, a quien consideraban un fanático loco. 

Otros acomodaticios o vacilantes, se alejaron sosegadamente de la causa. Pensé que si Cristo hubiera venido realmente, ¿qué habría sucedido con los débiles e indecisos? Afirmaban que amaban a Jesús y que anhelaban su venida, pero cuando él no apareció, se sintieron muy aliviados y volvieron a su condición descuidada y a su desprecio de la verdadera religión. 

Quedamos perplejos y chasqueados, y sin embargo no renunciamos a nuestra fe. Muchos seguían aferrándose a la esperanza de que (55) Jesús no demoraría mucho su venida, porque consideraban que la Palabra de Dios era segura, por lo que no podía fallar. Pensábamos que habíamos hecho nuestro deber, habíamos vivido de acuerdo con nuestra preciosa fe, y aunque estábamos chasqueados no nos sentíamos desanimados. Las señales de los tiempos mostraban que el fin de todas las cosas estaba cercano; debíamos velar y mantenernos preparados para la venida del Maestro en cualquier momento. Debíamos esperar y confiar, sin dejar de reunirnos para recibir más instrucciones, valor y consuelo, a fin de que nuestra luz brillara en medio de las tinieblas del mundo. 

EL CALCULO PROFÉTICO
 El cálculo del tiempo era tan sencillo y claro que aun los niños hubieran podido comprenderlo. Desde la fecha del decreto del rey de Persia, registrado en Esdras 7, que fue dado en 457 A.C., los 2300 días de Daniel 8:14 debían terminar en 1843. En conformidad con eso esperábamos que la venida de Cristo se produjera hacia el fin de ese año. Quedamos enormemente chasqueados cuando transcurrió el año sin que el Salvador viniera. Al comienzo no se percibió el hecho de que si el decreto no se promulgó a comienzos del año 457 A.C., los 2300 días no se completarían al final de 1843. Pero se estableció que el decreto se había dado cerca del final del año 457 A.C., y por lo tanto el período profético debía llegar hasta el otoño del año 1844. 

De modo que la visión del tiempo no se había demorado, aunque aparentemente había ocurrido tal cosa. Aprendimos a confiar en las palabras del profeta: “Aunque la visión tardará aún por un tiempo, mas se apresura hacia el fin, y no mentirá; aunque tardare, espéralo, porque sin duda vendrá, no tardará” (Hab. 2:3).

FUE LA VOLUNTAD DE DIOS, QUE SE DIERA
 EL GRAN CHASCO.
 Dios probó a su pueblo en 1843 cuando no se cumplió lo que éste esperaba. El error cometido en el cálculo de los períodos proféticos no fue descubierto en seguida, ni siquiera por los eruditos que se oponían a las creencias de los que esperaban la venida de Cristo. Los eruditos declararon que el Señor Miller estaba en lo correcto en su cálculo del tiempo, aunque estaban en desacuerdo con él con respecto al acontecimiento que ocurriría al final de ese período. Pero tanto ellos como el pueblo de Dios que esperaba la venida habían caído en un error común en su cálculo de la fecha.

 Creemos plenamente que Dios en su sabiduría se propuso que su pueblo sufriera un chasco, que fue bien planeado para poner de manifiesto lo que la gente tenía en el corazón y para desarrollar el (56) verdadero carácter en los que habían afirmado que esperaban la segunda venida del Señor y se regocijaban en ella. 

Los que habían aceptado el mensaje del primer ángel (véase Apoc. 14:6-7) por miedo a la ira de los juicios de Dios, y no porque amaran la verdad y desearan recibir una herencia en el reino celestial, se habían mostrado como realmente eran. Se encontraron entre los primeros en ridiculizar a los que habían experimentado el chasco y que sinceramente anhelaban y amaban la venida de Jesús. 

Los que habían sido decepcionados no quedaron en tinieblas durante mucho tiempo, porque al investigar los períodos proféticos con oración ferviente, descubrieron el error y rastrearon la línea profética hasta el tiempo de la demora. En medio de la gozosa expectativa de la venida de Cristo no tomaron en consideración la demora en el cumplimiento de la visión, debido a lo cual se produjo una triste e inesperada sorpresa. Sin embargo, esta misma prueba era necesaria para desarrollar y fortalecer a los sinceros creyentes en la verdad. 

 Ahora nuestras esperanzas se concentraron en la venida del Señor en 1844. Esta fecha coincidía con el mensaje del segundo ángel, quien volando en medio del cielo anunció: “Ha caído, ha caído Babilonia, la gran ciudad” (Apoc. 14:8). Ese mensaje fue proclamado por primera vez por los siervos de Dios en el verano de 1844. Como resultado, muchos salieron de las iglesias caídas. En relación con este mensaje se dio el clamor de medianoche: “¡Aquí viene el esposo; salid a recibirle!” (Mat. 25:6). 

En todos los sectores del país se vio luz concerniente a este mensaje, y el clamor despertó a miles de personas. Resonó de ciudad en ciudad y de aldea en aldea hasta llegar a las regiones más remotas del país. Alcanzó a los eruditos y talentosos tanto como a los ignorantes y humildes. Véase Mat. 25:1-13. Ese fue el año más feliz de mi vida. Tenía el corazón lleno de una gozosa expectativa, pero sentía gran piedad y preocupación por los que se habían desanimado y no tenían esperanza en Jesús.

 Nos unimos como pueblo en oración ferviente con el fin de obtener una experiencia cristiana genuina y la evidencia inequívoca de que Dios nos había aceptado.(57) 

 Necesitábamos gran paciencia porque había muchas personas que se burlaban. Con frecuencia nos lanzaban referencias burlonas a nuestro chasco anterior. 

“Ustedes no han ascendido; ¿cuándo esperan subir al cielo?” Esta y otras burlas semejantes eran dirigidas contra nosotros por gente conocida, que no temía a Dios, y aun por algunos cristianos profesos que aceptaban la Biblia y que sin embargo no habían conseguido aprender sus grandes e importantes verdades. Sus ojos enceguecidos parecían percibir solamente un significado vago y distante en la solemne amonestación, según la cual Dios “ha establecido un día en el cual juzgará al mundo” (Hechos 17:31), y en la seguridad de que los santos serán llevados juntos a encontrarse con el Señor en el aire.

 Las iglesias ortodoxas utilizaron todos los medios a su disposición para impedir que se extendiera la creencia en la pronta venida de Cristo. En sus reuniones no concedieron oportunidad de hablar a los que se atrevían a mencionar su esperanza en el pronto regreso del Señor. 

Los seguidores profesos de Jesús rechazaron burlonamente las nuevas de que Aquel a quien consideraban su mejor amigo pronto vendría a visitarlos. 

Se encontraban alterados y enojados con los que proclamaban las nuevas de su venida llenos de regocijo porque pronto contemplarían a Cristo en su gloria. Cada momento me parecía de la mayor importancia. Sentía que trabajábamos para la eternidad y que los descuidados y faltos de interés corrían el mayor peligro. Mi fe se encontraba sin estorbo alguno, y me apoderé de las preciosas promesas de Jesús. El había dicho a sus discípulos: “Pedid, y se os dará” (Luc. 11:9). Creía firmemente que todo lo que pidiera de acuerdo con la voluntad de Dios ciertamente sería concedido. Me postraba con humildad a los pies de Jesús, con el corazón en armonía con su voluntad. Con frecuencia visitaba a diversas familias y me dedicaban a orar con los que se sentían oprimidos por el temor y el abatimiento. Mi Dios contestaba mis oraciones, y sin ninguna excepción la bendición y la paz de Jesús descansaban sobre nosotros en respuesta a nuestras humildes peticiones, y los que habían experimentado desaliento recibían luz y esperanza que los llenaba de gozo. 

 Llegamos al tiempo cuando esperábamos la segunda venida escudriñando diligentemente el corazón, con humildes confesiones y abundantes oraciones. Cada mañana sentíamos que nuestra ocupación consistía en asegurar la evidencia de que nuestras vidas eran(58) rectas delante de Dios. Aumentó el interés de los unos por los otros, de modo que orábamos mucho con los demás y por los demás. Nos reuníamos en los huertos y en los bosquecillos para estar en comunión con Dios y elevar nuestras peticiones hacia él, porque nos sentíamos más plenamente en su presencia cuando estábamos rodeados por sus obras de la naturaleza. El gozo de la salvación era más necesario para nosotros que la comida y la bebida. Cuando había nubes que oscurecían nuestras mentes, no nos atrevíamos a ir a descansar antes que éstas se hubieran disipado bajo el efecto de nuestra seguridad de ser aceptados por el Señor. Mi salud era bastante deficiente. 

Tenía los pulmones seriamente afectados y me fallaba la voz. El Espíritu de Dios con frecuencia descansaba sobre mí con gran poder, y mi débil cuerpo apenas podía soportar la gloria que invadía mi alma. Me parecía que respiraba en la atmósfera del cielo y me regocijaba ante la perspectiva de encontrarme muy pronto con mi Redentor y vivir para siempre en la luz que refulgía de su rostro.

El pueblo de Dios que aguardaba el segundo advenimiento se aproximaba al momento cuando tiernamente esperaba que se cumpliera la plenitud de su gozo en la segunda venida del Salvador. Pero volvió a transcurrir el tiempo sin que se produjera el advenimiento de Jesús. Resultó difícil retomar las preocupaciones de la vida que pensábamos que habían terminado para siempre. 

Fue un chasco muy amargo que sobrecogió al pequeño grupo cuya fe había sido tan fuerte y cuya esperanza había sido tan elevada. Pero quedamos sorprendidos al ver que nos sentíamos tan libres en el Señor y que éramos tan poderosamente sostenidos por su fortaleza y su gracia. Sin embargo, se repitió en extenso grado la experiencia del año anterior. 

Un numeroso grupo renunció a su fe. Algunos que habían manifestado gran confianza sufrieron una herida tan grande en su orgullo, que sintieron deseos de escapar del mundo. Como Jonás, se quejaron de Dios y eligieron la muerte en vez de la vida. Los que habían edificado su fe sobre las evidencias que otros les habían proporcionado y no en la palabra de Dios, ahora nuevamente estaban a punto de cambiar sus conceptos. 

Los hipócritas que habían esperado engañar al Señor, tanto como a sí mismos, con su falsa actitud de penitencia y devoción, ahora se sentían aliviados del peligro inminente, y se oponían abiertamente a la causa que hasta hacía poco habían profesado amar. (59) 

 Los débiles y los malvados se unieron para declarar que en adelante se habían terminado los temores y las expectativas. Habían pasado el tiempo, y el Señor no había venido, por lo que el mundo permanecería inalterado durante miles de años

Esta segunda gran prueba expuso a un gran grupo de advenedizos sin valor que habían sido atraídos por la fuerte corriente de la fe adventista y habían permanecido durante un tiempo con los verdaderos creyentes y los obreros fervientes. 

 Quedamos chasqueados, 
pero no desalentados. 

Resolvimos someternos pacientemente al proceso de purificación que Dios consideraba necesario para nosotros, y aguardar con paciente esperanza que el Salvador redimiera a sus hijos fieles y probados. Permanecimos firmes en nuestra creencia de que la predicación de una fecha definida era de Dios.

Esto fue lo que indujo a ciertos hombres a investigar la Biblia con diligencia, descubriendo verdades que antes no habían percibido. 

Jonás fue enviado por Dios a proclamar en las calles de Nínive que dentro de cuarenta días la ciudad sería destruida; pero Dios aceptó la humillación de los habitantes de Nínive y amplió su período de prueba. Sin embargo, el mensaje que Jonás llevó había sido enviado por Dios, y los habitantes de Nínive fueron probados de acuerdo con la voluntad divina. 

¡El mundo consideraba nuestra esperanza como un engaño y nuestro chasco como el fracaso correspondiente! 

 Las palabras del Salvador en la parábola del siervo malvado se aplican definidamente a los que ridiculizan la pronta venida del Hijo del hombre: “Más si aquel siervo malo dijere en su corazón: Mi Señor tarda en venir, y comenzare a golpear a sus consiervos, y aun a comer y a beber con los borrachos, vendrá el Señor de aquel siervo el día que éste no espera, y a la hora que no sabe, y lo castigará duramente, y pondrá su parte con los hipócritas” (Mat. 24:48-51).

 Encontramos en todas partes a los burladores que el apóstol Pedro había dicho que vendrían en los últimos días, siguiendo su propia concupiscencia y diciendo: “¿Dónde está la promesa de su advenimiento? Porque desde el día en que los padres durmieron todas las cosas permanecen así como desde el principio de la creación” (2 Pedro 3:4). 

Pero los que habían esperado la venida del Señor no carecían de consuelo. Habían obtenido conocimientos valiosos en la investigación de la Palabra. Ahora comprendían con mayor claridad el plan de salvación, y encontraban una admirable armonía en toda la(60) Palabra, porque un pasaje bíblico explicaba otro y no había ninguna palabra utilizada en vano. 

 Nuestro chasco no fue tan grande como el de los discípulos. 

Cuando el Hijo del hombre entró triunfante en Jerusalén, ellos esperaban que fuera coronado rey. La gente vino de todas partes y exclamaba: “¡Hosanna al hijo de David!” (Mat. 21:9). Y cuando los sacerdotes y ancianos le pidieron a Jesús que hiciera callar a la multitud, él declaró que si ésta callaba aun las piedras hablarían, porque la profecía debía cumplirse. Sin embargo, pocos días después esos mismos discípulos vieron a su amado Maestro de quien habían creído que reinaría en el trono de David, extendido sobre la cruel cruz por encima de los fariseos que se burlaban y lo escarnecían. 

Sus grandes esperanzas sufrieron un enorme chasco, y quedaron rodeados por las tinieblas de la muerte. 

 Sin embargo, Cristo fue fiel a sus promesas. Dio a su pueblo un dulce consuelo y una abundante re¬compensa a los que habían sido leales y fieles.

El Señor Miller y los que se habían unido a él suponían que la purificación del santuario de la que se habla en Daniel 8:14 significaba la purificación de la tierra mediante fuego, antes de poder convertirse en la morada de los santos. Eso debía ocurrir en la venida de Cristo, y por eso buscamos el cumplimiento de ese acontecimiento al final de los 2300 días o años. 

Pero después de nuestro chasco investigamos cuidadosamente la Biblia con oración y gran atención, y después de un período de suspenso, la luz se derramó sobre nuestras tinieblas, y como resultado de eso desaparecieron la duda y la incertidumbre. En lugar de referirse la profecía de Daniel 8:14 a la purificación de la tierra, ahora vimos claramente que señalaba la obra final de nuestro Sumo Sacerdote en el cielo, la conclusión de la expiación y la preparación del pueblo para soportar el día de su venida. (61) 1TI EGW

05. OPOSICIÓN DE LOS HERMANOS NOMINALES. (APUNTES BIOGRÁFICOS DE ELENA G. DE WHITE). TESTIMONIO PARA LA IGLESIA. TOMO 1.


Durante seis meses ni una sola nube se interpuso entre mí y mi Salvador. Cuando quiera que se presentaba la oportunidad daba mi testimonio y me sentía muy bendecida. A veces el Espíritu de Dios reposaba sobre mí con tanto poder que me abandonaban mis fuerzas. Esto no era bien recibido por algunas personas que habían salido de las iglesias establecidas, quienes hacían observaciones que me afligían considerablemente. Muchos no podían creer que una persona pudiera recibir el Espíritu Santo con tanta intensidad que llegara a perder sus fuerzas. Mi posición era sumamente aflictiva.(48) Comencé a razonar que tal vez tenía alguna justificación para no dar testimonio en las reuniones, y en esa forma evitar recargar mis sentimientos cuando había tanta oposición en los corazones de algunos que eran mayores que yo y tenían más experiencia. 

 Adopté durante un tiempo este plan de guardar silencio, tratando de convencerme de que el hecho de no dar mi testimonio no me impediría vivir fielmente mi religión. A menudo experimenté una convicción definida de que era mi deber hablar en las reuniones, pero me abstuve de hacerlo, debido a lo cual sentí que había afligido al Espíritu de Dios. Hasta me mantuve alejada de las reuniones en algunas ocasiones cuando asistirían personas a quienes mi testimonio molestaba. No quería ofender a mis hermanos, lo cual permitió que el temor a los seres humanos bloqueara esa comunión ininterrumpida que había tenido con Dios y que había sido de tanta bendición para mí durante muchos meses. Habíamos establecido reuniones de oración en diferentes lugares de la ciudad para acomodar a todos los que deseaban asistir. 

Asistió a una de esas reuniones la familia que me había presentado la oposición más enconada. En esa ocasión, mientras la congregación se encontraba orando, el Espíritu del Señor descendió sobre la reunión, y uno de los miembros de esa familia cayó postrado como si hubiera muerto. Sus llorosos familiares lo rodearon, comenzaron a frotarle las manos y aplicarle medicamentos restaurativos. Finalmente recuperó fuerzas suficientes para alabar a Dios, y acalló los temores de sus familiares con fuertes exclamaciones de triunfo motivadas por las evidencias de que había recibido el poder del Señor sobre él. Ese joven fue incapaz de regresar a su hogar esa noche. La familia consideró esto como una manifestación del Espíritu de Dios, pero no los convenció de que fuera el mismo poder divino que en algunas ocasiones había descendido sobre mí privándome de mi fuerza natural e inundando mi alma con la paz y el amor de Jesús. Dijeron espontáneamente que no era posible dudar de mi sinceridad y de mi perfecta honradez, pero afirmaron que yo me encontraba engañada por mí misma al considerar que eso era el poder del Señor, cuando era únicamente el resultado de mis propios sentimientos agitados. Sentí mucha incertidumbre debido a esta oposición, y al aproximarse la fecha de nuestra reunión regular, llegué a dudar de la conveniencia de asistir. Durante algunos días sentí gran aflicción a causa (49) de los sentimientos que se habían manifestado hacía mí. Finalmente decidí quedarme en casa para escapar de la crítica de mis hermanos. 

En mis afligidas oraciones repetía una vez y otra estas palabras: “Señor, ¿Qué quieres que haga?” La respuesta que recibía mi corazón me llevaba a confiar en mi Padre celestial y a esperar pacientemente conocer su voluntad. Me entregué al Señor con la simple confianza de una niña, recordando que había prometido que los que le siguen no andarán en tinieblas. Un sentido del deber me impulsó a asistir a la reunión, y fui con la plena seguridad de que todo saldría bien. Mientras nos encontrábamos postrados ante el Señor oré con fervor y fui recompensada con la paz que únicamente Cristo puede dar. Me regocijé en el amor del Salvador y mis fuerzas físicas me abandonaron. Únicamente pude decir con fe infantil: “El cielo es mi hogar y Cristo es mi Redentor”. Un miembro de la familia mencionada anteriormente, que se oponía a las manifestaciones del poder de Dios que yo experimentaba, dijo en esta ocasión que me encontraba en un estado de agitación que yo tenía el deber de resistir, pero que en lugar de hacerlo, él creía que yo hacía un esfuerzo por fomentarlo como señal del favor de Dios. Sus dudas y su oposición no me afectaron esta vez, porque me sentía aislada con el Señor y elevada por encima de toda influencia exterior; pero no bien esta persona había dejado de hablar, un hombre de gran fortaleza física que era un cristiano dedicado y humilde, cayó postrado por el poder de Dios ante sus propios ojos, y el aposento quedó lleno con el poder del Espíritu Santo. Al recobrarme, me sentí feliz de dar mi testimonio a favor de Jesús y hablar del amor manifestado por mí.

 Confesé mi falta de fe en las promesas de Dios y el error en que había incurrido al estorbar las insinuaciones del Espíritu Santo por temor a los hombres, y reconocí que, a pesar de mi desconfianza, él había derramado sobre mí una evidencia de su amor y gracia sustentadora que yo no había buscado. El hermano que me había presentado tanta oposición, finalmente se levantó de su postramiento y con lágrimas confesó que había estado completamente equivocado en su manera de pensar acerca de las manifestaciones que yo experimentaba. Me pidió perdón con toda humildad, y finalmente dijo: “Hermana Elena, en adelante no volveré a poner siquiera una paja en su camino. Dios me(50) ha mostrado la frialdad y obstinación de mi corazón, que él ha quebrantado mediante la evidencia de su poder. 

He estado sumamente equivocado”. Luego, volviéndose a la congregación, declaró: “Al ver tan feliz a la Hna. Elena, pensaba por qué yo no podía experimentar la misma felicidad. ¿Por qué el Hermano R no recibe la misma evidencia? Porque yo estaba convencido de que él era un cristiano devoto, y sin embargo ese poder no había descendido sobre él. Elevé una oración silenciosa pidiendo que si ésta era la santa influencia de Dios, el hermano R pudiera experimentarla esta noche. “Apenas había expresado mi deseo cuando el hermano R cayó postrado por el poder de Dios, exclamando: ´¡Dejemos que Dios obre! He llegado a la convicción de que he estado luchando contra el Espíritu Santo, pero no seguiré afligiéndolo con mi porfiada incredulidad. ¡Bienvenida, luz! ¡Bienvenido, Jesús! He estado descarriado y endurecido, sintiéndome ofendido cuando alguien alababa a Dios y manifestaba plenitud de gozo en su amor; pero ahora han cambiado mis sentimientos y ha terminado mi oposición, porque Jesús ha abierto mis ojos y yo mismo podría lanzar exclamaciones de alabanza. He dicho cosas desagradables e hirientes de la Hna. Elena, de las que ahora me arrepiento, y oro porque ella me perdone y también todos los presentes”. A continuación el hermano R dio su testimonio. Tenía el rostro iluminado por la luz celestial y alababa a Dios por las cosas admirables que había llevado a cabo esa noche. Declaró: “Este lugar es muy solemne debido a la presencia del altísimo. Hna. Elena, en el futuro usted tendrá nuestra ayuda y nuestra reconfortante simpatía en lugar de la cruel oposición que se le ha demostrado. Hemos estado ciegos a las manifestaciones del Espíritu Santo de Dios”.

 “Con esto, todos los opositores pudieron ver que estaban equivocados y confesaron que las manifestaciones presenciadas en realidad procedían del Señor. Poco después de eso, en una reunión de oración, el hermano que había confesado que estaba equivocado en su oposición, experimentó el poder de Dios en grado tan intenso que su rostro brilló con luz celestial y cayó postrado sin fuerzas. Cuando recuperó las fuerzas, volvió a reconocer que había estado luchando ignorantemente contra el Espíritu del Señor al abrigar sentimientos negativos contra mí. En otra reunión de oración, otro miembro de la misma familia tuvo la misma experiencia y dio un testimonio similar.(51) Algunas semanas más tarde, mientras la numerosa familia del Hno. P se encontraba dedicada a la oración en su hogar, él Espíritu de Dios pasó por la habitación e hizo caer postrados a los peticionantes que se encontraban arrodillados. Mi padre llegó poco después a ese hogar y los encontró a todos, tanto a los padres como a los hijos, abatidos por el poder de Dios. El frío formalista comenzó a desaparecer bajo la poderosa influencia del Altísimo. Todos los que habían manifestado oposición hacia a mí confesaron que habían afligido al Espíritu Santo con su conducta, y se unieron para simpatizar conmigo y para manifestar su amor por el Salvador. Mi corazón rebosaba de gozo porque la misericordia divina había allanado el camino que debía recorrer y había recompensado mi fe y mi confianza en forma tan abundante. Ahora reinaban la unidad y la paz entre nuestro pueblo que esperaba la venida del Señor. 1TI EGW 

04. ALEJAMIENTO DE LA IGLESIA METODISTA. (APUNTES BIOGRÁFICOS DE ELENA G. DE WHITE). TESTIMONIO PARA LA IGLESIA. TOMO 1.


La familia de mi padre todavía asistía ocasionalmente a la iglesia metodista y también a las clases de instrucción que se llevaban a cabo en hogares particulares. Cierta noche mi hermano Roberto y yo fuimos a una de esas reuniones. El anciano encargado se encontraba presente. Cuando llegó el turno de mi hermano, éste habló con gran humildad, a la vez que claramente, acerca de la necesidad de hacer una preparación completa para encontrarse con nuestro Salvador cuando viniera en las nubes de los cielos con poder y gran gloria. Mientras mi hermano hablaba, su rostro generalmente pálido brilló con una luz celestial. Pareció ser transportado en espíritu más allá del lugar en que se encontraba y habló como si estuviera en la presencia de Jesús. Cuando llegó mi turno de hablar, me levanté con libertad de espíritu y con un corazón lleno de amor y paz. Referí la historia de mi gran sufrimiento bajo la convicción del pecado, de cómo finalmente había recibido la bendición buscada tanto tiempo, y de mi completa (40) conformidad a la voluntad de Dios. Entonces expresé el gozo que experimentaba por las nuevas de la pronta venida de mi Redentor para llevar a sus hijos al hogar celestial. En mi sencillez esperaba que mis hermanos y hermanas metodistas comprendieran mis sentimientos y se regocijaran conmigo. Pero quedé frustrada, porque varias hermanas expresaron su desagrado haciendo ruido con la boca, moviendo ruidosamente las sillas y volviéndose de espaldas. Puesto que no hallé nada que pudiera haberlas ofendido, hablé brevemente, sintiendo la helada influencia de su desaprobación. 

Cuando terminé, el pastor B. me preguntó si no sería más agradable vivir una larga vida de utilidad, haciendo bien a otros, que desear que Jesús viniera pronto y destruyera a los pobres pecadores. Repliqué que anhelaba la venida de Jesús. Entonces el pecado llegaría a su final y disfrutaríamos para siempre de la santificación, sin que existiera el diablo para tentarnos y descarriarnos. Luego me preguntó el pastor si yo no prefería morir en paz en mi cama antes que pasar por el dolor de ser cambiada durante mi vida de un estado mortal a uno de inmortalidad. Le respondí que deseaba que Jesús viniera y llevara a sus hijos; y estaba dispuesta a vivir o a morir, según fuera la voluntad de Dios y que podría fácilmente soportar todo el dolor que se pudiera sufrir en un momento, en un abrir y cerrar de ojos; que deseaba que las ruedas del tiempo giraran rápidamente y trajeran el día deseado cuando estos cuerpos viles fueran transformados a la semejanza del gloriosísimo cuerpo de Cristo. También expresé que cuanto más cerca vivía de Señor, tanto más fervientemente anhelaba que él apareciera. 

Al llegar a ese punto, algunos de los presentes dieron muestras de mucho desagrado. Cuando el anciano que dirigía habló a otros en la clase, expresó gran gozo en la anticipación del milenio temporal, cuando la tierra sería llenada de conocimiento del Señor, así como las aguas cubren el mar. Dijo que anhelaba el advenimiento de ese período. Una vez terminada la reunión tuve la impresión de que las mismas personas que antes me habían tratado con bondad y amistad ahora me trataban con marcada frialdad. Mi hermano y yo regresamos al hogar porque el tema de la pronta venida de Jesús despertaba en ellos una oposición tan enconada. Si embargo, estábamos agradecidos porque podíamos discernir la preciosa luz y regocijarnos en la espera de la venida del Señor.(41) 

 Poco después de esos acontecimientos volvíamos a asistir a una clase de instrucción. Deseábamos tener la oportunidad de hablar del precioso amor de Dios que nos animaba interiormente. Especialmente yo deseaba hablar de la bondad y la misericordia que Dios había tenido conmigo. Había experimentado un cambio tan grande que me parecía que era mi deber aprovechar toda oportunidad para testificar del amor del Salvador. Cuando llegó mi turno de hablar, expuse las evidencias que me hacían disfrutar del amor de Jesús, y dije que esperaba con gran anticipación el pronto encuentro con mi redentor. La creencia de que la venida de Cristo estaba cercana había conmovido mi espíritu y me había inducido a buscar con más fervor la santificación del Espíritu de Dios. A esta altura de mi exposición, el dirigente de la clase me interrumpió diciendo: “Usted ha recibido la santificación mediante el metodismo, mediante el metodismo, hermana, y no por medio de una teoría errónea”. Me sentí compelida a confesar la verdad que no había sido mediante el metodismo que mi corazón había recibido su nueva bendición, sino por medio de las conmovedoras verdades concernientes a la aparición personal de Jesús. Mediante ellas había encontrado paz, gozo y perfecto amor. Así concluyó mi testimonio, que era el último que había de dar en una clase con mis hermanos metodistas. 

 A continuación Roberto habló con su característica humildad, y sin embargo en una forma tan clara y conmovedora que algunas personas lloraron y quedaron muy enternecidas; pero otras tosieron para mostrar su desaprobación y se mostraron muy inquietas. Después de terminada la clase, volvimos a hablar acerca de nuestra fe y quedamos asombrados de que nuestros hermanos y hermanas cristianos no pudieran soportar que se hablara de la venida de nuestro Salvador. Pensamos que si en realidad amaban a Jesús como decían, no debería molestarles tanto oír hablar de su segunda venida, sino, por lo contrario, deberían recibir las nuevas con gozo. Llegamos a la conclusión de que ya no debíamos seguir asistiendo a reuniones de instrucción. La esperanza de la gloriosa venida de Cristo llenaba nuestras almas y encontraría expresión cuando nos levantábamos para hablar. Ya sabíamos que esto despertaba el enojo de los presentes contra los dos humildes niños que se atrevían a desafiar la oposición y a hablar de la fe que había llenado sus corazones de paz y felicidad. Era evidente que ya no podríamos hablar con(42) libertad en esas reuniones de instrucción, porque nuestros testimonios despertaban burlas y provocación sarcástica que percibíamos al final de las reuniones, procedentes de hermanos y hermanas a quienes habíamos respetado y amado. 

 Por ese tiempo los adventistas llevaban a cabo reuniones en el Beethoven Hall. Mi padre y su familia asistían regularmente a ellas. Se pensaba que la segunda venida de Cristo ocurriría en el año 1843. Parecía tan corto el tiempo en que se pudieran salvar las almas, que resolví hacer todo lo que fuera posible para conducir a los pecadores a la luz de la verdad. Pero parecía imposible que una persona tan joven como yo y de la salud débil pudiera efectuar una contribución importante en esa obra grandiosa. Tenía dos hermanas en casa: Sara, varios años mayor que yo, y mi hermana melliza, Elizabeth. Conversamos de este tema entre nosotras y decidimos ganar el dinero que nos fuera posible y gastarlo en comprar libros y folletos para distribuirlos gratuitamente. Eso era lo mejor que podíamos hacer. Y aunque era poco, lo llevamos a cabo gozosamente. 

Yo podía ganar solamente 25 centavos de dólar por día; pero me vestía con sencillez, y no gastaba nada en adornos innecesarios, porque la vana ostentación me parecía pecaminosa. Por eso siempre tenía un pequeño fondo en reserva para comprar libros adecuados. Este material lo entregaba a personas de confianza para que lo enviaran al extranjero. Yo consideraba muy valiosa cada hoja impresa, porque era un mensajero de luz enviado al mundo, que instaba a prepararse para el gran acontecimiento que estaba por ocurrir. Día a día me sentaba en la cama apoyada en almohadas para hacer mi trabajo con dedos temblorosos. ¡Con cuánto cuidado guardaba las preciosas monedas de plata que recibía por mi trabajo, y que debía gastar para comprar material de lectura que iluminara y despertara a los que se encontraban en tinieblas! No sentía tentación alguna de gastar lo que ganaba en cosas que me produjeran satisfacción personal; la salvación de las almas constituía la preocupación de mi mente, y sentía aflicción por los que se hacían ilusiones pensando que vivían en seguridad, mientras el mensaje de amonestación se estaba dando al mundo. 

 Cierto día escuché una conversación entre mi madre y una hermana, con respecto a una conferencia a la que habían asistido recientemente, en la que habían oído decir que el alma carecía de inmortalidad natural. Repitieron algunos pasajes bíblicos que el pastor(43) había ofrecido como prueba. Entre ellos recuerdo los siguientes, que me causaron una fuerte impresión: “El alma que pecare esa morirá” (Eze. 18:20). “Porque los que viven saben que han de morir; pero los muertos nada saben” (Ecle. 9:5). “La cual a su tiempo mostrará el bienaventurado y solo Soberano, Rey de reyes y Señor de señores, el único que tiene inmortalidad” (1Tim. 6:15-16). “Vida eterna a los que, perseverando en bien hacer, buscan gloria y honra e inmortalidad” (Rom. 2:7). Después de haber citado mi madre el último pasaje mencionado, dijo. ¿Por qué tendrían que buscar lo que ya poseen? 

 Escuché esas nuevas ideas con un interés profundo y doloroso. Cuando quedamos solas con mi madre, le pregunté si realmente creía que el alma no era inmortal. Respondió que le parecía que habíamos estado creyendo el error acerca de ese tema como también otros. -Pero, mamá –le dije-, ¿cree usted realmente que el alma duerme en la tumba hasta la resurrección? ¿Cree usted que el cristiano cuando muere, no va inmediatamente al cielo o el pecador al infierno? -La Biblia no proporciona ninguna prueba de que existe un infierno que arda eternamente – contestó-. Si existiera tal lugar, tendría que ser mencionado en la Sagrada Escritura. -¡Pero, mamá! –exclamé asombrada-. ¡Esta es una extraña forma de hablar! Si usted en realidad cree en esa extraña teoría, no se lo diga a nadie, porque temo que los pecadores obtengan seguridad de esta creencia y no deseen nunca buscar al Señor. -Si esto es una verdad bíblica genuina –replicó ella-, en lugar de impedir la salvación de los pecadores será el medio de ganarlos para Cristo. Si el amor de Dios no basta para inducir a los rebeldes a entregarse, los terrores de un infierno eterno no los inducirán al arrepentimiento. Además, no parece ser una manera correcta de ganar almas para Jesús, apelando al temor abyecto, uno de los atributos más bajos de la mente. El amor de Jesús atrae y subyuga hasta el corazón más endurecido.

 Varios meses después de esta conversación volví a oír algo más acerca de esta doctrina; pero durante ese tiempo había tenido la mente muy preocupada con el tema. Cuando oí predicar acerca de él, creí que era la verdad. Desde el momento en que mi mente se iluminó con la enseñanza acerca del estado de los muertos, desapareció (44) el misterio que había rodeado la resurrección, y ese gran acontecimiento se revistió de una importancia nueva y sublime. Con frecuencia me había sentido perturbada debido a mis esfuerzos por reconciliar la recompensa o castigo inmediatos que se referían a la muerte, con el hecho indudable de una resurrección y un juicio futuro. Si en el momento de la muerte el alma entraba en un estado de felicidad o de desgracia eterna, ¿qué necesidad había de una resurrección del pobre cuerpo convertido en polvo? Pero esta nueva fe me enseñó la razón por la que los autores inspirados se habían explayado tanto en el tema de la resurrección del cuerpo; se debía a que el ser total dormía en el sepulcro. Ahora podía percibir claramente el error de nuestra posición anterior con respecto a este tema. 

La confusión y la inutilidad de un juicio final llevado a cabo después que las almas de los muertos ya habían sido juzgadas y se les había asignado su suerte, resultaban ahora muy evidentes. Comprendí que la esperanza de las afligidas personas que habían perdido seres amados se encuentra en aguardar el día glorioso cuando el Dador de la vida romperá las cadenas del sepulcro y los muertos justos resucitarán y abandonarán su prisión para ser revestidos con la gloriosa vida inmortal.

 Toda nuestra familia se interesaba en la doctrina de la pronta venida del Señor. Mi padre era considerado desde hacía mucho tiempo una de las columnas de la iglesia metodista en el lugar donde vivíamos, y también las personas que componían el resto de la familia habían sido miembros activos. Pero no habíamos guardado en secreto nuestra nueva creencia, aunque tampoco procurábamos imponerla a otras personas en ocasiones que no fueran apropiadas, ni manifestábamos hostilidad hacia nuestra iglesia. Sin embargo, el pastor metodista nos hizo una visita especial para informarnos que nuestra fe y el metodismo no podían estar de acuerdo. No preguntó cuáles eran las razones de nuestra creencia ni hizo referencia alguna a la Biblia a fin de convencernos de nuestro error; en cambio declaró que habíamos adoptado una nueva creencia extraña, que la iglesia metodista no podía aceptar. Mi padre contestó que el pastor se equivocaba al llamar nuestra creencia una doctrina nueva y extraña, y añadió que Cristo mismo, al enseñar a sus discípulos, había predicado acerca de su segunda venida. Dijo: “En la casa de mi padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para (45) vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Juan 14:2-3). Cuando Jesús fue llevado al cielo en presencia de sus discípulos y una nube lo recibió y lo ocultó de la vista de ellos, estando sus fieles seguidores con los ojos puestos en el cielo, aun después que Jesús había desaparecido de su vista. “He aquí se pusieron junto a ellos dos varones con vestiduras blancas, los cuales también les dijeron: Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo” (Hechos 1:10-11). 

 Mi padre continuó diciendo: “El inspirado apóstol Pablo escribió una carta para animar a sus hermanos de Tesalónica, en la que les dijo: “Y a vosotros que sois atribulados, daros reposo con nosotros, cuando se manifieste el Señor Jesús desde el cielo con los ángeles de su poder, en llama de fuego, para dar retribución a los que no conocieron a Dios, ni obedecen el evangelio de nuestro Señor Jesucristo; los cuales sufrirán pena de eterna perdición, excluidos de la presencia del Señor y de la gloria de su poder, cuando venga en aquel día para ser glorificado en sus santos y ser admirado de todos los que creyeron” (2 Tes. 1:7-10). “´ Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. 
Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor. Por tanto, alentaos los unos a los otros con estas palabras`” (1 Tes. 4:16-18).

 “Esta es la autoridad superior que respalda nuestra fe. Jesús y sus apóstoles hablaron extensamente acerca de la gozosa y triunfante segunda venida de Cristo y los santos ángeles proclaman que Cristo, quien ascendió al cielo, volverá otra vez. En esto consiste nuestro agravio, en creer en la Palabra de Jesús y de sus discípulos. Esta es una doctrina muy antigua y no está manchada por la herejía”. El pastor no hizo ningún esfuerzo por presentar algún texto bíblico que pudiera probar que estábamos en error; en cambio se excusó diciendo que debía irse porque ya no tenía más tiempo. Nos aconsejó que nos retiráramos calladamente de la iglesia para evitar ser sometidos a un proceso público.

 Sabíamos que otros miembros de la iglesia habían sido tratados en la misma forma por idéntica causa, y no deseábamos que se entendiera que nos avergonzábamos(46) de reconocer públicamente nuestra fe, o que éramos incapaces de respaldarla con las Escrituras; de modo que mis padres insistieron en que se les informara cuáles eran las razones que motivaban el pedido del pastor. Obtuvieron como única respuesta una declaración evasiva según la cual habíamos contrariado los reglamentos de la iglesia, y que lo mejor que podíamos hacer era retirarnos voluntariamente de ella a fin de evitar un juicio público. Contestamos que preferíamos ser sometidos a juicio, y exigimos saber qué pecado se nos imputaba, ya que estábamos conscientes de no haber cometido ningún mal al esperar con amor la segunda venida de nuestro Salvador. 

POCO TIEMPO después se nos notificó que debíamos presentarnos en una reunión que se efectuaría en un aposento anexo de la iglesia. Había pocos miembros presentes. La influencia de mi padre y su familia era tal que nuestros opositores no habían querido presentar nuestro caso a toda la congregación. El único cargo que se nos imputó fue que habíamos contrariado los reglamentos de la iglesia. Cuando preguntamos cuáles reglamentos habíamos asistido a otras reuniones y que habíamos descuidado de reunirnos regularmente con nuestra clase. Contestamos que parte de la familia había estado en el campo durante cierto tiempo, que ninguno de los que habían permanecido en la ciudad se había ausentado de las reuniones de instrucción por más de unas pocas semanas, y que se habían permanecido en la ciudad se había ausentado de las reuniones de instrucción por más de unas pocas semanas, y que se habían visto moralmente obligados a permanecer alejados porque los testimonios que habían dado habían sido recibidos con mucha desaprobación. También les recordamos que algunas personas que no habían asistido a las reuniones de instrucción durante un año todavía seguían siendo miembros regulares de la iglesia. Se nos preguntó si estábamos dispuestos a confesar que nos habíamos alejado de sus reglamentos, y también que si prometíamos conformarnos a ellos en el futuro. 

Contestamos que no nos atrevíamos a abandonar nuestra fe o a negar la sagrada verdad de Dios, que no podíamos abandonar la esperanza de la pronta venida de nuestro Redentor, y que debíamos seguir adorando a nuestro Señor en la misma forma, aunque ellos lo consideraran una herejía. Mi padre recibió la bendición de Dios al presentar su defensa y todos nos retiramos experimentado una gran libertad y gozosos en el conocimiento de que obrábamos rectamente y teníamos la aprobación de Jesús.(47) El domingo siguiente, al comienzo de la celebración religiosa llamada ágape, el anciano de la iglesia que dirigía leyó nuestros nombres, siete en total, y dijo que habíamos sido eliminados de la iglesia. 

Declaró que no se nos expulsaba debido a conducta indebida o inmoral, que teníamos un carácter sin tacha y una reputación envidiable, pero que habíamos sido declarados culpables de contrariar los reglamentos de la Iglesia Metodista. 

También declaró que con eso se había abierto una puerta y que todos los que fueran hallados culpables de quebrantar los reglamentos en forma similar, serían tratados en la misma forma. En la iglesia había muchos miembros que esperaban la venida del Salvador, y esta amenaza se hizo con el propósito de amedrentarlos a fin de que se sometieran a las creencias de la iglesia. En algunos casos este procedimiento produjo los resultados deseados, y algunos vendieron el favor de Dios por un lugar en la iglesia. Muchos creían, pero no se atrevían a confesar su fe por temor a ser expulsados. Sin embargo, algunos se retiraron poco después y se unieron al grupo de los que esperaban la venida del Salvador. En un tiempo como éste consideramos de mucha ayuda las siguientes palabras del profeta: “Vuestros hermanos que os aborrecen, y os echan fuera por causa de mi nombre, dijeron: Jehová sea glorificado. Pero él se mostrará para la alegría vuestra, y ellos serán confundidos” (Isa.66:5). 1TI EGW 

LOS HÉROES DE LA FE (LA HISTORIA DEL PUEBLO REMANENTE) IASD. TEMARIO: La Apostasía, Los Reformadores, Una Gran Expectativa, Después del Chasco De 1844, La Más Débil Entre Los Débiles, Una Luz Menor, Un Ministerio De Curación, Ellen… La Mujer.

03. SENTIMIENTOS DE DESESPERACIÓN. (APUNTES BIOGRÁFICOS DE ELENA G. DE WHITE). TESTIMONIO PARA LA IGLESIA. TOMO 1.


En junio de 1842, el Sr. Miller presentó su segunda serie de conferencias en Pórtland. Consideré un gran privilegio poder asistir, porque me había desanimado y no me había desanimado y no me sen¬tía preparada para encontrarme con mi Salvador. Esta segunda serie despertó una conmoción mucho mayor que la primera. Con pocas excepciones, las diferentes denominaciones cerraron las puertas de sus iglesias al Sr. Miller. Numerosos discursos pronunciados desde diversos púlpitos trataron de poner de manifiesto los supuestos errores fanáticos del conferenciante; sin embargo, a pesar de esto, grandes grupos de ansiosos oyentes asistieron a sus reuniones y muchos no pudieron entrar. 

 Los asistentes permanecían tranquilos y atentos. La manera de predicar del Sr. Miller no era florida ni elocuente; en cambio presentaba hechos sencillos y asombrosos que sacudían a los oyentes y los sacaban de su descuidada indiferencia. A medida que avanzaba iba apoyando sus declaraciones y teorías mediante las escrituras. Sus (27) palabras estaban revestidas de un poder de convicción que parecía ponerles el sello del lenguaje de la verdad. El predicador era cortés y compasivo. En ocasiones cuando todos los asientos estaban ocupados, y también estaban llenos la plataforma y los lugares alrededor del púlpito, lo vi abandonar el púlpito y caminar por el pasillo para tomar de la mano a algún débil anciano o anciana y conducirlos hasta un asiento, y luego regresar para reanudar su conferencia. 

Verdaderamente le quedaba bien el apodo de Papá Miller, porque se preocupaba con dedicación de las personas con quienes se ponía en contacto, tenía modales afectuosos, una disposición cordial y un corazón tierno. Era un orador interesante y las exhortaciones que presentaba, tanto para los cristianos profesos como para los impenitentes, eran apropiadas y poderosas. Algunas veces en sus reuniones imperaba una atmósfera solemne tan definida que llegaba a ser dolorosa. Muchas personas se sometían a las convicciones del Espíritu de Dios. Hombres de cabellos canos y mujeres de edad avanzada se encaminaban temblorosos hacia los asientos reservados para los que buscaban ayuda espiritual. Las personas de edad madura, los jóvenes y los niños eran sacudidos profundamente. En el altar de oración se mezclaban los gemidos con la voz del llanto y las expresiones de alabanza a Dios. 

 Yo creía las solemnes palabras que hablaba el siervo de Dios, y sentía aflicción cuando alguien se oponía a ellas o cuando se las hacía objeto de burla. Asistí con frecuencia a esas reuniones y creía que Jesús vendría pronto en las nubes del cielo; pero mi gran preocupación consistía en estar lista para encontrarme con él. Mi mente constantemente se extendía en el tema de la santidad del corazón. Anhelaba sobre todas las demás cosas obtener esta gran bendición y sentir que había sido completamente aceptada por Dios. Entre los metodistas había escuchado muchas veces hablar acerca de la santificación. Había visto algunas personas que habían perdido su fortaleza física bajo la influencia de poderosa agitación mental, y había oído decir que eso era una evidencia de santificación. Pero no podía comprender qué era necesario hacer a fin de estar plenamente consagrada a Dios. 

Mis amigas cristianas me decían: “¡Cree en Jesús ahora! ¡Cree que él te acepta ahora!” Traté de hacer como me decían, pero encontré que era imposible creer que había recibido una bendición, la cual, me parecía a mí, debía conmover mi ser(28) entero. Me admiraba de mi propia dureza de corazón, que resultaba evidente al ser incapaz de experimentar la exaltación de espíritu que otras personas manifestaban. Me parecía que yo era diferente de los demás y que había sido excluida para siempre del perfecto gozo de la santidad de corazón. Mis ideas acerca de la justificación y la santificación eran confusas. Estos dos estados se presentaban a mi mente como separados y distintos el uno del otro; y sin embargo no lograba comprender cuál era esa diferencia ni entender el significado de estos términos, y todas las explicaciones dadas por los predicadores tenían como único resultado aumentar mis dificultades. Era incapaz de reclamar esa bendición para mí misma, y me preguntaba si no estaría reservada únicamente para los metodistas, y si al asistir a las reuniones adventistas no me estaba excluyendo por mi propia voluntad precisamente de lo que anhelaba por encima de todas las demás cosas, que era la santificación del Espíritu de Dios. 

 Sin embargo, observaba que algunos que pretendían estar santificados, se mostraban ásperos y mordaces cuando se introducía el tema de la pronta venida de Cristo; y esto no me parecía ser una manifestación de la santidad que ellos profesaban. No podía comprender por qué los pastores tenían que manifestar desde el púlpito una oposición tan definida contra la doctrina de que la segunda venida de Cristo estaba cercana. La predicación de esta creencia había producido un movimiento de reforma personal, y muchos de los pastores y laicos más consagrados la habían recibido como la verdad. Me parecía a mí que los que sinceramente amaban a Jesús debían estar dispuestos a aceptar las nuevas de su venida y a regocijarse porque estaba cercana. Sentí que podía aceptar únicamente lo que esas personas llamaban justificación. Había leído en la palabra de Dios que sin santidad nadie podría ver a Dios. Luego, existía una realización superior que yo debía alcanzar antes de tener la seguridad de la vida eterna.

 Reflexionaba continuamente sobre el tema, porque estaba convencida de que Cristo vendría pronto y temía que él me encontrara sin preparación para recibirlo. Las expresiones de condenación resonaban en mis oídos día y noche y el ruego que constantemente presentaba a Dios era: ¿qué debo hacer para ser salva? En mi mente, la justicia de Dios eclipsaba su misericordia y su amor. Me habían enseñado a creer en un infierno que ardía(29) eternamente, y tenía constantemente delante de mí el pensamiento horrorizante de que mis pecados eran demasiado grandes para ser perdonados, por lo que me perdería para siempre. Las terribles descripciones que había escuchado acerca de las almas que se encontraban perdidas se habían asentado profundamente en mi conciencia. Los pastores presentaban desde el púlpito descripciones vívidas acerca de la condición de los perdidos. Enseñaban que Dios no se proponía salvar a nadie más fuera de los que habían alcanzado la santificación. 

Los ojos de Dios estaban constantemente sobre nosotros; todos los pecados quedaban registrados y recibirían un justo castigo. Dios mismo se ocupaba de los libros con la precisión de la sabiduría infinita, y todos los pecados que cometíamos eran fielmente registrados contra nosotros. Satanás era presentado como un ser ansioso de lanzarse sobre su presa y de arrastrarnos a las profundidades más grandes de angustia, para allí regocijarse por nuestros sufrimientos en los horrores de un infierno que ardía eternamente, donde después de las torturas de miles y miles de años, las olas ígneas sacarían a la superficie a las víctimas que se retorcían de dolor y que gritarían: “¿Hasta cuándo, oh Señor, hasta cuándo? Y la respuesta descendería resonando hasta las profundidades del abismo: “¡Durante toda la eternidad!” 

Nuevamente las olas ígneas rodearían a los perdidos y los arrastrarían a las profundidades de un mar de fuego en perpetuo movimiento. Mientras escuchaba estas terribles descripciones, mi imaginación quedaba de tal manera sobrecargada que me ponía a transpirar y a duras penas podía reprimir un grito de angustia, porque ya me hablaba de la incertidumbre de la vida. En un momento podemos estar sobre la faz de la tierra y en el momento siguiente podemos encontrarnos en el infierno, o bien en un momento podemos estar en la tierra y en el momento siguiente en el cielo. ¿Elegiríamos el lago de fuego y la compañía de los demonios, o bien las bendiciones del cielo con los ángeles como nuestros compañeros? ¿Escucharíamos los lamentos y las maldiciones de las almas perdidas durante toda la eternidad o bien entonaríamos los cánticos de Jesús ante el trono? 

 Nuestro Padre celestial era presentado ante mi mente como un tirano que se deleitaba en las agonías de los condenados, y no como (30) el tierno y compasivo Amigo de los pecadores, quien ama a sus criaturas con un amor que sobrepasa todo entendimiento y que desea verlas salvadas en su reino. Mis sentimientos eran muy tiernos. Me causaba aflicción la idea de provocar dolor a cualquier criatura viviente. Cuando veía que los animales eran maltratados me compadecía de ellos. Probablemente el sufrimiento despertaba en mí fácilmente sentimientos de compasión porque yo misma había sido víctima de la crueldad irreflexiva que había producido como resultado la herida que había oscurecido mi infancia. Pero cuando se posesionó de mi mente el pensamiento de que Dios se complacía en la tortura de sus criaturas, que habían sido formadas a su imagen, una muralla de tinieblas me separó de él. 

Al reflexionar en que el Creador del universo hundiría a los impíos en el infierno, para que se quemaran durante la eternidad sin fin, tan cruel y tirano llegara alguna vez a condescender en salvarme de la condenación del pecado. Pensaba que mi suerte sería la del pecador condenado, y que tendría que soportar eternamente las llamas del infierno durante tanto tiempo como existiera Dios. Esta impresión se profundizó en mi mente hasta el punto en que temí perder la razón. Miraba con envidia a las bestias irracionales, porque carecían de un alma que podía ser castigada después de la muerte. Muchas veces abrigué el pensamiento de que hubiera sido preferible no haber nacido. Me hallé completamente rodeada por las tinieblas, sin ver ningún camino de salida que me sacara de las sombras. 

Si se me hubiera presentado la verdad en la forma en que ahora la conozco, no hubiera tenido necesidad de experimentar tanta confusión y tristeza. Si los predicadores hubieran hablado más del amor de Dios y menos de su estricta justicia, la belleza y la gloria de su carácter me hubieran inspirado con un profundo y ferviente amor hacia mi Creador. Después de eso he pensado que muchos alienados mentales que pueblan los asilos para enfermos de la mente, llegaron a ese lugar a causa de experiencias similares a las que yo misma había tenido. Su conciencia recibió el impacto de un sentimiento abrumador de culpa y pecado, y su fe temblorosa no se atrevió a reclamar el perdón prometido por Dios. Escucharon las descripciones del infierno ortodoxo hasta que se les heló la sangre en las venas a causa del temor y en su memoria se grabó en forma indeleble una impresión(31) de terror. El horroroso cuadro permaneció siempre delante de ellos, en las horas de vigilia como durante el sueño, hasta que la realidad se perdió en su imaginación y contemplaron únicamente las serpenteantes llamas de un fabuloso infierno y escucharon tan solo los gritos desgarradores de los condenados. La razón quedó destronada y el cerebro se llenó de las descabelladas fantasías de una terrible pesadilla. 

Los que enseñan la doctrina de un infierno eterno harían bien en examinar más de cerca la autoridad con la que respaldan una creencia tan cruel. 

 Nunca había orado en público y había pronunciado tan solo unas pocas expresiones tímidas durante las reuniones de oración. Tuve la impresión de que en adelante debía buscar a Dios en oración en nuestras reducidas reuniones sociales. No me atrevía por temor a confundirme, hasta el grado de no conseguir expresar mis pensamientos. Pero ese deber quedó impreso con tanta fuerza en mi mente, que cuando intentaba orar en secreto me parecía que me estaba burlando de Dios, porque había fracasado en mi intento de obedecer su voluntad. Me llené de desesperación y durante tres largas semanas ningún rayo de luz penetró las tinieblas que me habían rodeado. Experimentaba intensos sufrimientos mentales. En algunos casos no me atrevía a cerrar los ojos durante toda la noche, sino que esperaba hasta que mi hermana gemela estuviera profundamente dormida para salir calladamente de la cama y arrodillarme en el suelo para orar silenciosamente, con una inmensa agonía de espíritu que no puedo describir. 

Tenía siempre ante mí los horrores de un infierno que ardía eternamente. Sabía que sería imposible para mí vivir durante mucho tiempo más en esta condición, pero no me atrevía a morir y sufrir la terrible suerte del pecador. ¡Con cuánta envidia consideraba a los que habían logrado la seguridad de haber sido aceptados por Dios! ¡Cuán preciosa resultaba la esperanza del cristiano para mi alma en agonía! Con frecuencia permanecía postrada en oración durante casi toda la noche. Gemía y temblaba con angustia inexpresable y una desesperación que desafiaba toda descripción. ¡Señor, ten misericordia! Era mi súplica, y lo mismo que el pobre publicano, no me atrevía a levantar mis ojos hacia el cielo, sino que bajaba mi rostro hasta el suelo. Perdí peso notablemente y mis fuerzas disminuyeron, y sin embargo no compartí con nadie mi sufrimiento y desesperación.(32) Mientras me encontraba en este estado de abatimiento tuve un sueño que me impresionó profundamente. 

Soñé que veía un templo hacia el que se dirigía mucha gente. Solamente los que se refugiaban en ese templo se salvarían cuando se acabara el tiempo. Todos los que permanecieran afuera se perderían para la eternidad. Las multitudes que estaban afuera se perderían para la eternidad. Las multitudes que estaban afuera y que llevaban a cabo sus tareas acostumbradas se burlaban y ridiculizaban a los que entraban en el templo. Les decían que ese plan de seguridad era un engaño astuto, y que en realidad no existía daño alguno que se debía evitar. Hasta echaron mano de algunos para impedir que se apresurasen a entrar. Temiendo quedar en ridículo, pensé que era mejor esperar hasta que se dispersara la multitud, o hasta poder entrar sin ser vista. Pero la gente aumentaba en lugar de disminuir, por lo cual, temerosa de que fuera demasiado tarde, salí apresuradamente de mi hogar y me abrí paso dificultosamente entre la multitud. En mi afán por llegar al templo, no reparé en la muchedumbre que me rodeaba, ni me preocupé de ella. Al entrar en el edificio, vi que el amplio templo estaba sostenido por una inmensa columna a la que estaba atado un cordero mutilado y sangrante. Los que estábamos en ese lugar sabíamos que este cordero había sido desgarrado y herido por causa de nosotros. Todos los que entraban en el templo debían comparecer ante él y confesar sus pecados. Justamente delante del cordero había asientos elevados en los que estaba sentada una cantidad de gente con aspecto muy feliz. La luz del cielo brillaba sobre sus rostros y alababan a Dios y cantaban himnos de gozoso agradecimiento que sonaban como música de ángeles. Eran los que habían comparecido ante el cordero, confesado sus pecados, recibido perdón y que ahora esperaban que sucediera algún gozoso acontecimiento. Aun después de haber entrado en el edificio me sobrecogió un sentimiento de vergüenza porque debía humillarme delante de esa gente. Pero me sentí compelida a avanzar, y mientras caminaba lentamente para rodear la columna a fin de comparecer ante el cordero, resonó una trompeta, el templo se sacudió, los santos congregados profirieron exclamaciones de triunfo, un impresionante resplandor iluminó el edificio y luego todo quedó sumido en intensa oscuridad. La gente que había dado muestras de gran gozo había desaparecido con el resplandor, y yo quedé sola en el silencioso horror nocturno. Desperté en un estado de aflicción extrema y a duras penas pude(33) convencerme de que había estado soñando. Tuve la impresión de que se había decidido mi condenación y que el Espíritu del Señor me había abandonado para nunca más retornar. 

 Poco después de éste, tuve otro sueño. Me parecía estar sentada en un estado de absoluta zozobra, con la cabeza entre las manos, mientras me hacía la siguiente reflexión: si Jesús estuviera aquí en la tierra, iría a su encuentro, me arrojaría a sus pies y le contaría todos mis sufrimientos. El no se alejaría de mí, en cambio tendría misericordia de mí y yo lo amaría y le serviría para siempre. Justamente en ese momento se abrió la puerta y entró un personaje de agradable aspecto y hermoso rostro. Me miró compasivamente y me dijo: “¿Quieres ver a Jesús? El está aquí y puedes verlo si lo deseas. Toma todas tus posesiones y sígueme”. Escuché esas palabras con gozo indescriptible, reuní alegremente mis escasas posesiones, todas mis apreciadas bagatelas, y seguí a mi guía. Este me condujo hacia una escalera muy empinada y al parecer bastante endeble. Cuando comencé a subir, él me aconsejó que mantuviera los ojos fijos en el tope, porque así evitaría el mareo y no caería. Muchos de los que también realizaban el empinado ascenso caían antes de llegar arriba. Finalmente llegamos al último peldaño y nos encontramos frente a una puerta. Mi guía me indicó que dejara todos los objetos que había traído conmigo. Lo hice gozosamente; entonces él abrió la puerta y me invitó a entrar. En el momento siguiente me encontré frente a Jesús. Era imposible no reconocer su hermoso rostro. Esa expresión de benevolencia y majestad no podía pertenecer a nadie más. Cuando volvió sus ojos hacia mí, supe de inmediato que él conocía todas las circunstancias de mi vida y hasta mis pensamientos y sentimientos más íntimos. Procuré evitar su mirada, por considerarme incapaz de soportar sus ojos penetrantes, pero él se aproximó a mí con una sonrisa, y colocando su mano sobre mi cabeza me dijo: “No temas”. El sonido de su dulce voz hizo vibrar mi corazón con una felicidad que nunca antes había experimentado. Sentía tanto gozo que no pude pronunciar ni una palabra, pero, sobrecogida por la emoción, caí postrada a sus pies. Mientras me encontraba postrada pasaron ante mí escenas gloriosas y de gran hermosura, y me pareció que había alcanzado la seguridad y la paz del cielo. Por fin recuperé las fuerzas y me levanté. Los amantes ojos de Jesús todavía permanecían fijos en mí, y(34) su sonrisa colmó mi alma de gozo. Su presencia me llenó con santa reverencia y amor inefable. A continuación mi guía abrió la puerta y ambos salimos. Me indicó que nuevamente tomara mis posesiones que había dejado afuera, y me entregó una cuerda de color verde bien enrollada. Me dijo que la colocara cerca de mi corazón, y que cuando deseara ver a Jesús la sacara y la estirara todo lo posible. Me advirtió que no debía dejarla enrollada durante mucho tiempo porque en ese caso se anudaría y resultaría difícil estirarla. Coloqué la cuerda cerca de mi corazón y descendí gozosamente por la estrecha escalera, alabando a Dios y diciendo a todas las personas con quienes me encontraba dónde podían encontrar a Jesús. Este sueño me llenó de esperanza. 

Para mí, la cuerda verde representaba la fe, y comenzó a surgir en mi alma la belleza y sencillez de la confianza en Dios. Esta vez confié a mi madre todas mis aflicciones y mis dudas. Ella me expresó tierna simpatía, me animó y sugirió que fuera a pedir consejo al pastor Stockman, quien por entonces predicaba la doctrina del advenimiento en Pórtland. Tenía gran confianza en él porque era un dedicado siervo de Cristo. Cuando él escuchó mi historia, me colocó afectuosamente la mano en la cabeza y me dijo con lágrimas en los ojos: “Elena, eres tan sólo una niña. Tu experiencia resulta algo muy singular para alguien de tu edad. Seguramente Jesús te está preparando para una obra especial”. Luego me dijo que aunque yo fuera una persona de edad madura y asaltada por la duda y la desesperación, de todos modos me diría que él sabía que existía esperanza para mí mediante el amor de Jesús. Precisamente la agonía mental que había experimentado constituía una evidencia positiva de que el Espíritu del Señor luchaba conmigo. Dijo que cuando el pecador se endurece en su culpa, no llega a comprender la enormidad de su transgresión, sino que se complace en la seguridad de que obra correctamente y no corre ningún peligro en particular. El Espíritu del Señor termina por abandonarlo y él se pone descuidado e indiferente o bien temerariamente desafiante. Este bondadoso pastor me habló del amor de Dios por sus hijos que yerran, y que en lugar de regocijarse en su destrucción, él anhela atraerlos hacia sí con fe sencilla y confianza. Me habló detenidamente del gran amor de Cristo y del plan de salvación. Habló de la desgracia que me había sucedido temprano en mi vida y dijo que era una penosa aflicción, pero me instó a creer que la (35) mano del Padre amante no se había retirado de mí; que en mi vida futura, cuando se hubiera desvanecido la bruma que oscurecía mi mente, entonces yo discerniría la sabiduría de la Providencia que me había parecido tan cruel e inescrutable. Jesús dijo a uno de sus discípulos: “Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora, mas lo entenderás después” (Juan 13:7). En el futuro grandioso ya no veremos las cosas oscuramente, como en un espejo, sino que nos encontraremos directamente con los misterios del amor divino. “Elena –me dijo el pastor-, ahora puedes retirarte en plena libertad; regresa a tu hogar confiando en Jesús, porque él no retirará su amor de ninguna persona que busca de verdad”. A continuación oró fervorosamente por mí, y tuve la impresión de que Dios ciertamente consideraría la oración de su santo, aunque no escuchara mis humildes peticiones. 

Me retiré reconfortada y animada. Durante los pocos minutos en que recibí instrucciones del pastor Stockman, había obtenido más conocimiento acerca del tema del amor de Dios y de su misericordia que los que había recibido de todos los sermones y exhortaciones que había escuchado hasta ese momento. Volví a casa y nuevamente me puse ante la presencia del Señor, prometiéndoles hacer y soportar cualquier cosa que él requiriera de mí, si tan sólo la sonrisa de Jesús llenaba de gozo mi corazón. Me fue presentado el mismo deber que me había angustiado anteriormente: tomar mi cruz entre el pueblo de Dios congregado. No tuve que esperar mucho la oportunidad, porque esa misma noche hubo una reunión de oración a la que asistí. Me postré temblando durante las oraciones que se ofrecieron.

 Después que hubieron orado unas pocas personas, elevé mi voz en oración antes de darme cuenta de lo que hacía. Las promesas de Dios se me presentaron como otras tantas perlas preciosas que podía recibir si tan sólo las pedía. Durante la oración desaparecieron la preocupación y la aflicción extrema que había soportado durante tanto tiempo, y la bendición del Señor descendió sobre mí como suave rocío. Alabé a Dios desde la profundidad de mi corazón. Todo quedó excluido de mi mente, menos Jesús y su gloria, y perdí la noción de lo que sucedía a mi alrededor. El Espíritu de Dios descansó sobre mí con tanto poder que esa noche no pude regresar a casa. Cuando volví al día siguiente había ocurrido un gran cambio en mi mente. Me parecía que difícilmente podía ser la misma persona que había salido de la casa paterna la(36) noche anterior. El siguiente pasaje se presentaba con insistencia en mi mente: “Jehová es mi pastor; nada me faltará” (Sal. 23:1). Mi corazón se llenaba de felicidad mientras repetía suavemente estas palabras. Cambió mi concepto del Padre. Ahora lo consideraba como un Padre cariñoso y no como un severo tirano que obligaba a los seres humanos a someterse a una obediencia ciega. Sentí en mi corazón un profundo y ferviente amor. Obedecer a su voluntad era para mí una experiencia gozosa y me resultaba placentero estar a su servicio. Ninguna sombra empañaba la luz que me revelaba la perfecta voluntad de Dios. Sentí la seguridad que provenía del Salvador que había establecido su morada en mi interior, y comprendí la verdad de lo que Cristo había dicho: “El que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Juan 8:12).

  La paz y felicidad que ahora sentía contrastaban de tal manera con la melancolía y la angustia que había sentido, que me parecía que había sido rescatada del infierno y transportada al cielo. Hasta pude alabar a Dios por el infortunio que había sido la prueba de mi vida, porque había sido el medio utilizado para fijar mis pensamientos en la eternidad. Debido a que era naturalmente orgullosa y ambiciosa pude no haberme sentido inclinada a entregar mi corazón a Jesús, de no haber medido la amarga aflicción que en cierto modo me había separado de los triunfos y vanidades del mundo. Durante seis meses ni una sombra abrumó mi mente, ni tampoco descuidé ningún deber conocido. Todo mi esfuerzo se concentraba en hacer la voluntad de Dios y en mantener a Jesús de continuo en mi mente. Estaba sorprendida y extasiada con los claros conceptos que ahora se me presentaban acerca de la expiación y la obra de Cristo. No intentaré dar explicaciones adicionales de mis esfuerzos mentales: basta decir que las cosas antiguas habían desaparecido y todas habían sido hechas nuevas. No había una sola nube que echara a perder mi perfecta felicidad. Anhelaba referir la historia del amor de Jesús, pero no me sentía inclinada a entablar conversaciones comunes con nadie. Mi corazón rebosaba de tal manera de amor a Dios y de la paz que sobrepasa todo entendimiento, que experimentaba gran placer en la meditación y la oración. La noche siguiente después de haber recibido una bendición tan grande, asistí a una reunión en la que se hablaba de la venida de Cristo. 

Cuando llegó el momento de que los seguidores de Cristo hablaran en su favor, no pude guardar silencio, así que me levanté y(37) referí mi experiencia. No había ensayado lo que tenía que decir, por lo que el sencillo relato del amor de Jesús hacia mí brotó de mis labios con perfecta libertad, y tenía el corazón tan lleno de gozo por haber sido liberada de la esclavitud de la negra desesperación, que perdí de vista a la gente que me rodeaba y me pareció estar sola con Dios. No encontré dificultad alguna para expresar la paz y la felicidad que me embargaban, a no ser por las lágrimas de gratitud que en algunos momentos ahogaban mi discurso mientras hablaba del maravilloso amor que Jesús me había manifestado. El pastor Stockman estaba presente. Me había visto recientemente en profunda desesperación y el cambio notable que se había operado tanto en mi apariencia como en mis pensamientos conmovió su corazón. Lloró abiertamente, se regocijó conmigo y alabó a Dios por esta prueba de su tierna misericordia y compasión. 

 Poco tiempo después de recibir esta gran bendición asistí a una predicación en la iglesia cristiana dirigida por el pastor Brown. Me invitaron a que refiriera mi experiencia, y no sólo pude expresarme libremente, sino que experimenté felicidad al referir mi sencilla historia acerca del amor de Jesús y del gozo que uno siente al ser aceptado por Dios. Mientras hablaba con el corazón contrito y los ojos llenos de lágrimas, mi espíritu, lleno de agradecimiento, se sintió elevado hacia el cielo. El poder subyugador del Señor descendió sobre la congregación. Muchos lloraban y otros alababan a Dios. Se invitó a los pecadores a levantarse para que se orara por ellos y fueron muchos los que respondieron. Tenía el corazón tan lleno de agradecimiento por la bendición que Dios me había concedido, que anhelaba que también otros participaran en ese gozo sagrado. Sentía profundo interés por las personas que pudieran estar sufriendo por tener la impresión de que Dios sentía desagrado hacia ellos y debido a las cargas del pecado. Mientras relataba lo que había experimentado tuve la impresión de que nadie podría resistir la evidencia del amor perdonador de Dios que había producido un cambio tan admirable en mí. 

La realidad de la verdadera conversión me pareció tan clara que sentí deseos de ayudar a mis jóvenes amistades para que entraran en la luz, y en toda oportunidad que tuve ejercí mi influencia para alcanzar ese objetivo. Organicé reuniones con mis jóvenes amistades, algunas de las cuales tenían considerablemente más edad que yo, y hasta había personas (38) casadas entre ellas. Algunas eran vanas e irreflexivas, por lo que mi experiencia les parecía un relato sin sentido; y no prestaron atención a mis ruegos. Pero yo tomé la determinación de que mis esfuerzos nunca cesarían hasta que esas personas por quienes sentía interés se entregaran a Dios. Pasé varias noches enteras orando fervorosamente a favor de las personas por quienes me había propuesto trabajar y orar. Unas cuantas se habían reunido con nosotros llevadas por la curiosidad, a fin de escuchar lo que yo diría; debido a mis esfuerzos tan persistentes, pensaban que yo estaba fuera de mí, especialmente cuando ellas no manifestaban ninguna preocupación de su parte. 

Pero en todas nuestras pequeñas reuniones continué exhortando y orando por cada una individualmente, hasta que todas se hubieran entregado a Jesús y reconocido los méritos de su amor perdonador. Todas se convirtieron a Dios. En mis sueños de todas las noches me veía trabajando a favor de la salvación de la gente. En tales ocasiones se me presentaban algunos casos especiales, y posteriormente buscaba a esas personas y oraba con ellas. En todos los casos, con excepción de uno, esas personas se entregaron al Señor. Algunos de nuestros hermanos más formales tenían la impresión de que yo actuaba con un celo excesivo al bus-car la conversión de la gente, pero a mí me parecía que el tiempo era tan corto que todos los que tenían la esperanza puesta en una bendita inmortalidad y aguardaban la pronta venida de Cristo tenían el deber de trabajar infatigablemente por los que todavía vivían en pecado y se encontraban al borde de una ruina terrible.

 Aunque yo era muy joven tenía el plan de salvación tan claramente delineado en mi mente, y mi experiencia personal había sido tan notable, que después de considerar el asunto me di cuenta que tenía el deber de continuar mis esfuerzos a favor de la salvación de las preciosas almas y que debía continuar mis esfuerzos a favor de la salvación de las preciosas almas y que debía continuar orando y confesando a Cristo en cada oportunidad que tuviera. Ofrecí mi ser entero al servicio de mi Maestro. Sin importarme lo que sucediera, decidí agradar a Dios y vivir como alguien que esperaba que el Salvador vendría y recompensaría su fidelidad. Me sentí como un niñito que acudía a Dios como a su padre para preguntarle lo que él deseaba que hiciera. Luego, cuando comprendí claramente cuál era mi deber, me sentí sumamente feliz al llevarlo a cabo.

 A veces experimenté(39) pruebas muy peculiares. Los que tenían más experiencias que yo trataban de retenerme y de enfriar el ardor de mi fe; pero con la sonrisa de Jesús que iluminaba mi vida y el amor de Dios en mi corazón, seguí adelante con un espíritu gozoso. Cada vez que pienso en las experiencias tempranas de mi vida, mi hermano, el confidente de mis esperanzas y temores, el que simpatizaba fervientemente conmigo en mi experiencia cristiana, se presenta en mi recuerdo envuelto en una ola de sentimientos de ternura. El era una de esas personas para quienes el pecado presenta tan sólo pocas tentaciones. Con una inclinación natural hacia la devoción, nunca buscó la compañía de la gente joven y alegre, sino más bien la compañía de los cristianos cuya conversación podía instruirlo en el camino de vida. Se comportaba con una seriedad que no correspondía a sus años; poseía una disposición suave y pacífica, y tenía la mente casi siempre llena con sentimientos religiosos. Los que lo conocían decían que su vida era un modelo para los jóvenes y un ejemplo viviente de la gracia y hermosura del cristianismo verdadero. 1TI EGW