A pesar de los trabajos, preocupaciones y
responsabilidades que habían abundado en la vida de mi esposo, cuando cumplió
60 años de edad todavía se encontraba activo y vigoroso de mente y cuerpo. Tres veces había sufrido ataques de parálisis, y
sin embargo, por la bendición de Dios, debido a una constitución física fuerte
y a la estricta observación de las leyes de la salud, había conseguido
recuperarse.
Nuevamente viajaba, predicaba y escribía
con su celo y energía habituales. Habíamos trabajado lado a lado en la causa de
Cristo durante 36 años, y
esperábamos continuar juntos para ver el final triunfante. Pero no era ésa la
voluntad de Dios.
El protector elegido de
mi juventud, el compañero de mi vida, el que había participado de mis trabajos
y aflicciones, ha sido tomado de mi lado y he quedado sola para terminar mi
obra y pelear la batalla.
Pasamos juntos la primavera y la primera
parte del verano de 1881 en nuestro hogar de Battle Creek. Mi esposo esperaba
arreglar sus asuntos, para que pudiéramos trasladarnos a la costa del Pacífico
y dedicamos a escribir. Creía que habíamos
cometido un error al permitir que las necesidades de la causa y los ruegos de
nuestros hermanos nos hicieran ocupamos en el trabajo activo de predicación,
cuando debiéramos haber estado escribiendo.
Mi esposo
deseaba presentar más plenamente los gloriosos temas de la redención, y yo
había contemplado desde largo tiempo la preparación de libros importantes. Ambos
pensábamos que mientras nuestras facultades mentales se encontraran intactas,
debíamos completar estas obras, y que era un deber hacia nosotros mismos y
hacia la causa de Dios alejarnos del calor de la batalla y dar a nuestro pueblo
la preciosa luz de la verdad con que Dios había iluminado nuestras mentes.
Algunas semanas antes de la muerte de mi esposo, le hablé con (104) urgencia
acerca de la necesidad de buscar un campo de trabajo donde estuviéramos libres
de las cargas que necesariamente nos llegaban mientras nos encontrábamos en
Battle Creek.
Como respuesta él se refirió a diversas
cuestiones que requerían nuestra atención antes que pudiéramos salir.
Se trataba de tareas que alguien debía
realizar.
Luego, con mucho sentimiento, preguntó:
"¿Dónde están las
personas que pueden hacer esta obra? ¿Dónde están los que manifestarán interés
sin egoísmo en nuestras instituciones, y que se pondrán del lado de lo recto,
sin dejarse afectar por ninguna influencia con la que entren en contacto?"
CON LÁGRIMAS manifestó su ansiedad por nuestras
instituciones en Battle Creek. Dijo: "He dedicado mi vida a la edificación
de estas instituciones. Abandonarlas sería como recibir la muerte. Son como mis
hijos, y no puedo separar mi interés en ellas. Son los instrumentos de Dios
para llevar a cabo un trabajo específico. Satanás procura estorbar e invalidar
todos los recursos mediante los cuales el Señor trabaja para la salvación de
los hombres.
Si el gran adversario logra moldear estas instituciones de acuerdo con
las normas del mundo, habrá cumplido su propósito.
Mi mayor preocupación consiste en tener a
la persona debida en el lugar adecuado. Si los que ocupan posiciones de
responsabilidad manifiestan un poder moral débil, y si son vacilantes en sus
principios y se inclinan hacia el mundo, hay muchos que se dejarán conducir.
Las influencias malignas no deben
prevalecer. Prefiero morir antes que ver estas instituciones mal dirigidas o
alejadas del propósito para el cual fueron creadas.
"En mi relación con esta causa, he
pasado la mayor parte del tiempo conectado con la obra de publicaciones.
He caído
tres veces afectado por la parálisis, a causa de mi devoción por esta rama de
la obra.
Ahora que Dios me ha concedido renovada
energía física y mental, siento que debo servir a su causa como nunca antes he
podido hacerlo. Debo ver prosperar la obra de publicaciones. Está entretejida
con mi existencia misma. Si olvido sus intereses, que mi mano derecha pierda su
destreza".
Teníamos el compromiso de asistir a unas
reuniones que se celebrarían bajo carpa en la localidad de Charlotte el sábado
23 y el domingo 24 de Julio. Como yo me encontraba débil de salud, decidimos
utilizar un medio de transporte privado para nuestro viaje. Aunque mi esposo
estaba contento en el camino, manifestaba un (105) sentimiento de solemnidad.
Alabó repetidamente al Señor por las
misericordias y bendiciones recibidas, y expresó abundantemente sus propios
sentimientos concernientes al pasado y al futuro: "El Señor es bueno, y
debe ser grandemente alabado. Es una ayuda oportuna en tiempo de necesidad. El futuro se
muestra sombrío e incierto, pero el Señor no desea que nos preocupemos por esas
cosas. Cuando surjan las dificultades, él nos
dará su gracia para soportarlas. Lo que el Señor ha sido para nosotros y lo que
ha hecho por nosotros debiera hacernos sentir mucho agradecimiento para nunca
murmurar ni quejamos.
NUESTROS
TRABAJOS, cargas y sacrificios,
nunca serán plenamente apreciados por todos. He llegado a comprender que he
perdido mi paz mental y la bendición de Dios al permitir que estas cosas me
perturben. "Me ha parecido cosa dura el que mis motivos hayan sido mal
juzgados, y que mis mejores esfuerzos por ayudar, animar y fortalecer a mis
hermanos se hayan vuelto contra mí una vez tras otra. Pero debiera haber
recordado a Jesús y sus frustraciones. Su alma fue afligida porque no fue
apreciado por la gente a quien vino a bendecir. Debiera haberme espaciado en la
misericordia y la amante bondad de Dios, alabándolo más, y quejándome menos de
la ingratitud de mis hermanos. Si hubiera depositado todas mis preocupaciones
en el Señor, pensando menos en lo que otros decían y hacían contra mí, hubiera
disfrutado de más paz y gozo. En adelante evitaré ofender por palabra o acción
y ayudaré a mis hermanos a establecer caminos rectos para sus pies.
No me detendré a lamentarme por
ningún mal que se me haya infligido. He esperado de los hombres más de lo que
debiera. Amo a Dios y su obra, y también amo a mis hermanos". A medida
que continuábamos nuestro camino, no me imaginaba que ése sería el último viaje
que haríamos juntos. El tiempo cambió repentinamente de un calor opresivo a un
frío intenso. Mi esposo se enfrió, pero pensó que debido a su salud tan buena
no recibiría un daño permanente. Se esforzó en las reuniones llevadas a cabo en
Charlotee y presentó la verdad con mucha claridad y poder. Habló del placer que
sentía al dirigirse a un grupo de personas que manifestaban un interés tan
profundo en los temas que él mismo tanto apreciaba. "El Señor en verdad ha
refrescado mi alma —dijo—, mientras he estado compartiendo con otros el pan de
vida. En todo Michigan la gente pide ansiosamente que se la ayude. ¡Cuánto
(106) anhelo consolarlos, animarlos y fortalecerlos con las preciosas verdades
aplicables a este tiempo!"
A nuestro regreso al
hogar, mi esposo se quejó de una leve indisposición, y sin embargo se dedicó a
su trabajo como lo hacía normalmente.
Todas las mañanas nos dirigíamos a un
bosquecillo cercano a fin de unirnos en oración. Sentíamos gran preocupación
por saber cuál era nuestro deber. Recibíamos continuamente cartas de distintos
lugares en las que se nos instaba a asistir a las reuniones campestres de
reavivamiento espiritual. A pesar de nuestra determinación de dedicarnos a
escribir, resultaba difícil rehusar reunirnos con nuestros hermanos en esas
importantes convocaciones. Orábamos fervientemente pidiendo sabiduría para discernir
cuál era el curso que debíamos seguir. El sábado de mañana, como de costumbre,
fuimos juntos al bosquecillo, y mi esposo oró fervientemente tres veces. Se
resistía a dejar de rogar a Dios pidiendo su conducción y bendiciones
especiales. Sus oraciones fueron escuchadas, y la paz y la luz invadieron
nuestros corazones. Alabó a Dios y dijo: "Ahora lo dejo todo en manos de
Jesús. Siento una dulce paz celestial, y la seguridad de que el Señor nos
mostrará cuál es nuestro deber, porque deseamos hacer su voluntad".
Me acompañó al Tabernáculo, e inició los
servicios con canto y oración. Era la última vez que me acompañaría en el
púlpito. El lunes siguiente tuvo mucha fiebre, y al día siguiente yo también
padecí del mismo mal. Nos llevaron a ambos al sanatorio para darnos
tratamiento. El viernes disminuyeron mis síntomas. El médico me informó que mi
esposo sentía deseos de dormir y que su condición era muy grave. Me llevaron
inmediatamente a su cuarto, y en cuanto le vi la cara me di cuenta que estaba
muriendo. Procuré despertarlo. El comprendió todo lo que se le decía y
respondió con sí o no a todas las preguntas que pudo contestar, pero fue
incapaz de decir más. Cuando le dije que me parecía que estaba muriendo, no
manifestó ninguna sorpresa.
Le pregunté si encontraba
consuelo en Jesús. Contestó: "Sí, oh, sí". “No tienes deseos de
vivir?" — pregunté. Él contestó: "No".
A continuación nos
arrodillamos a su lado y oramos por él. Una expresión de paz invadió su
rostro. Le dije: "Jesús te ama. Estás sostenido por los brazos
eternos". Respondió: "Sí".
Luego el hermano Smith y otros hermanos
oraron junto a su (107) lecho, y se retiraron para pasar gran parte de la noche
en oración. Mi esposo dijo que no sentía dolor, pero era evidente que se iba
debilitando con rapidez. El Dr. Kellogg y sus ayudantes hicieron todo lo
posible para arrancarlo de la muerte. Revivió levemente pero siguió muy débil.
A la mañana siguiente pareció revivir, pero alrededor de mediodía tuvo unos
escalofríos que lo dejaron inconsciente.
EL SÁBADO 6
DE AGOSTO DE 1881, a las
cinco de la tarde, dejó de existir sin ninguna manifestación física de lucha y
sin ningún quejido. El impacto de la muerte de mi esposo, tan repentina e inesperada, me sobrecogió
como un peso abrumador. En mi débil condición había hecho uso de todas mis fuerzas
para mantenerme a su lado, hasta el último momento; pero cuando vi sus ojos
cerrados en la muerte, cedió mi naturaleza agotada y caí completamente
postrada.
Durante
un tiempo vacilé entre la vida y la muerte.
La llama vital ardía tan baja que un soplo
hubiera podido extinguirla. En la noche se debilitaba mi pulso y la respiración
se me hacía progresivamente más débil, a tal punto que parecía que en cualquier
momento iba a cesar. Solamente por la bendición de Dios y los cuidados
incansables de los atentos médicos y ayudantes se preservó mi vida.
Aunque no me había
levantado de mi lecho de enferma después de la muerte de mi esposo, el sábado
siguiente me llevaron al Tabernáculo para asistir a su funeral.
Al terminar el sermón
sentí el deber de testificar acerca del valor de la esperanza del cristiano en
la hora de aflicción y duelo. Al levantarme se me concedieron fuerzas, y hablé
unos diez minutos exaltando la misericordia y el amor de Dios, en presencia de
una congregación numerosa.
AL FINAL DE
LOS SERVICIOS seguí a mi
esposo al cementerio de Oak Hill, donde lo dejamos descansando hasta la mañana
de la resurrección. Este golpe consumió mis energías físicas; sin embargo, el
poder de la gracia divina me sostuvo en mi gran aflicción. Cuando vi que mi esposo dejaba de respirar, sentí que
Jesús era para mí más precioso de lo que nunca antes había sido. Cuando me encontraba junto a mi primer hijo y le
cerraba los ojos en la muerte, pude decir: "El Señor me lo dio y el Señor
me lo ha quitado; alabado sea el nombre del Señor". Entonces sentí que tenía un consolador en Jesús. Y cuando mi hijo menor fue arrancado de mis brazos por
la muerte y ya no vi más su cabecita en la almohada junto a mí, entonces pude
decir: "El Señor me lo dio y el Señor me lo quitó; sea alabado el (108)
nombre del Señor".
Y cuando me fue quitado el que me había
servido de apoyo con su gran cariño, y con quien había trabajado durante 36
años, coloqué mis manos sobre sus ojos y dije: "Señor,
A Ti Encomiendo Mi Tesoro Hasta La Mañana De La Resurrección". Cuando vi que estaba muriendo y contemplé a los muchos
amigos que simpatizaban conmigo, pensé: ¡Qué contraste con la muerte de Jesús
cuando pendía de la cruz! ¡Qué contraste! En la hora de su agonía los
escarnecedores se burlaban de él y lo insultaban. Pero él murió y pasó por la
tumba para iluminarla a fin de que nosotros tuviéramos gozo y esperanza aun en
el momento de la muerte; para que pudiéramos decir cuando encomendamos a
nuestros amigos muertos al reposo en Jesús: Volveremos a encontrarlos. En algunos
momentos me parecía insoportable la idea de que mi esposo pudiera morir; pero
entonces estas palabras surgían en mi mente: "Estad quietos, y conoced que
yo soy Dios" (Sal. 46:10).
SIENTO
AGUDAMENTE MI PÉRDIDA,
pero no me atrevo a entregarme a la
aflicción inútil. Esto no traerá de vuelta al que ha muerto. Y no soy tan
egoísta para desear, si pudiera, sacarlo de su sueño pacífico para lanzarlo
nuevamente a las batallas de la vida. Como un cansado guerrero, se ha acostado
para dormir. Miraré con placer su lugar de descanso. La mejor forma en que yo y
mis hijos podemos honrar la memoria del que ha caído, consiste en proseguir la
obra en el lugar en que él la dejó, y con la fortaleza de Jesús llevarla
adelante hasta completarla. Estaremos
agradecidos por los años de utilidad que se le concedieron, y por amor a él y
por amor a Cristo aprenderemos de su muerte una lección que nunca olvidaremos.
Permitiremos que esta aflicción nos haga más bondadosos y benévolos, más perdonadores,
pacientes y considerados con los que viven.
VUELVO A
TOMAR SOLA LA OBRA DE MI VIDA,
plenamente confiada en que mi Redentor me acompañará. Disponemos
sólo de poco tiempo para
pelear la batalla; después de eso Cristo vendrá y esta escena de conflicto
llegará a su final. Entonces habremos hecho nuestros últimos esfuerzos por
trabajar con Cristo, y por hacer progresar su reino.
Algunos que han estado en
el frente de batalla, resistiendo celosamente los avances del enemigo, caen en
el puesto del deber; los que viven contemplan con aflicción a los héroes
caídos, pero no hay tiempo para dejar de trabajar.
Hay que
estrechar las filas, tomar
la bandera de la mano paralizada por la muerte, y con renovada energía vindicar
la verdad y el honor de Cristo. Como nunca (109) antes hay que resistir contra
el pecado y contra los poderes de las tinieblas.
El tiempo exige una
actividad enérgica y decidida de parte de los que creen en la verdad presente.
Si la espera de la venida de nuestro
Libertador parece larga; si postrados por la aflicción y fatigados por el
trabajo nos sentimos impacientes de recibir una exoneración honrosa que nos
aleje del campo de batalla, recordemos —y que ese recuerdo acalle toda queja—
que hemos sido dejados sobre la tierra para hacer frente a tormentas y
conflictos, para perfeccionar el carácter cristiano, para conocer mejor a Dios
nuestro Padre, y a Cristo nuestro Hermano mayor, y para hacer la obra del
Maestro y ganar muchas almas para Cristo. "Los entendidos resplandecerán
como el resplandor del firmamento; y los que enseñan la justicia a, la
multitud, como las estrellas a perpetua eternidad" (Dan. 12:3). (110) 1TI
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